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Horacio Quiroga

"Anaconda"

Capítulo 6

Biografía de Horacio Quiroga en Wikipedia

 
 

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Música: Brahms - Three Violín Sonatas - Sonata N 3 - Op. 108
 

Anaconda

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-¡Por fin! -exclamaron todas, rodeando a la exploradora-. Creíamos que te ibas a quedar con tus amigos los Hombres...

-¡Hum!... -murmuro Ñacaniná.

-¿Qué nuevas nos traes? -preguntó Terrífica.

-¿Debemos esperar un ataque, o no tomar en cuenta a los Hombres?

-Tal vez fuera mejor esto... Y pasar al otro lado del río -repuso Ñacaniná.

-¿Qué?... ¿Cómo? -saltaron todas-. Estás loca.

-Oigan, primero.

-¡Cuenta, entonces!

Y Ñacaniná contó todo lo que había visto y oído: la instalación del Instituto Seroterápico, sus planes, sus fines y la decisión de los hombres de cazar cuanta víbora hubiera en el país.

-¡Cazarnos! -saltaron Urutú Dorado, Cruzada y Lanceolada, heridas en lo más vivo de su orgullo-. ¡Matarnos, querrás decir!

-¡No! ¡Cazarlas, nada más! Encerrarlas, darles bien de comer y extraerles cada veinte días el veneno. ¿Quieren vida más dulce?

La asamblea quedó estupefacta. Ñacaniná había explicado muy bien el fin de esta recolección de veneno; pero lo que no había explicado eran los medios para llegar a obtener el suero.

¡Un suero antivenenoso! Es decir, la curación asegurada, la inmunización de hombres y animales contra la mordedura; la Familia entera condenada a perecer de hambre en plena selva natal.

-¡Exactamente! -apoyó Ñacaniná-. No se trata sino de esto.

Para la ñacaniná, el peligro previsto era mucho menor. ¿Qué le importaba a ella y sus hermanas las cazadoras -a ellas, que cazaban a diente limpio, a fuerza de músculos- que los animales estuvieran o no inmunizados? Un solo punto oscuro veía ella, y es el excesivo parecido de una culebra con una víbora, que favorecía confusiones mortales. De aquí el interés de la culebra en suprimir el Instituto.

-Yo me ofrezco a empezar la campaña -dijo Cruzada-.

-¿Tienes un plan? -preguntó ansiosa Terrífica, siempre falta de ideas.

-Ninguno. Iré sencillamente mañana de tarde a tropezar con alguien.

-¡Ten cuidado! -le dijo Ñacaniná, con voz persuasiva-. Hay varias jaulas vacías... ¡Ah, me olvidaba! -agregó, dirigiéndose a Cruzada-. Hace un rato, cuando salí de allí... Hay un perro negro muy peludo... Creo que sigue el rastro de una víbora... ¡Ten cuidado!

-¡Allá veremos! Pero pido que se llame a Congreso pleno para mañana de noche. Si yo no puedo asistir, tanto peor...

Mas la asamblea había caído en nueva sorpresa.

-¿Perro que sigue nuestro rastro...? ¿Estás segura?

-Yo me encargo de él -exclamó Terrífica, contenta de (sin mayor esfuerzo mental) poder poner en juego sus glándulas de veneno, que a la menor contracción nerviosa se escurría por el canal de los colmillos.

Pero ya cada víbora se disponía a hacer correr la palabra en su distrito, y a Ñacaniná, gran trepadora, se le encomendó especialmente llevar la voz de alerta a los árboles, reino preferido de las culebras.

A las tres de la mañana la asamblea se disolvió. Las víboras, vueltas a la vida normal, se alejaron en distintas direcciones, desconocidas ya las unas para las otras, silenciosas, sombrías, mientras en el fondo de la caverna la serpiente de cascabel quedaba arrollada e inmóvil, fijando sus duros ojos de vidrio en un ensueño de mil perros paralizados.

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