Francisco de Quevedo y Villegas Libro Tercero: Capítulo 6
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Capítulo VIProsigue el cuento, con otros varios sucesosNo cerré los ojos con toda la noche, considerando mi desgracia, que no fue dar en el tejado sino en las manos del escribano, y cuando me acordaba de lo de las ganzúas y las hojas que había escrito en la causa, echaba de ver que no hay cosa que tanto crezca como culpa en poder de escribano. Pasé la noche en revolver trazas; unas veces me determinaba a rogárselo por Jesucristo, y considerando lo que le pasó con ellos vivo, no me atrevía. Mil veces me quiso desatar, pero sentíame luego y levantábase a visitarme los nudos, que más velaba él en cómo forjaría el embuste que yo en mi provecho. Madrugó al amanecer y vistióse a hora que en toda su casa no había otros levantados sino él y los testimonios. Agarró la correa y tornóme a repasar las costillas, reprehendiéndome el mal vicio de hurtar como quien tan bien le sabía. En esto estábamos, él dándome y yo casi determinado de darle a él dineros, que es la sangre con que se labran semejantes diamantes, cuando incitados y forzados de los ruegos de mi querida, que me había visto caer y apalear, desengañada de que no era encanto sino desdicha, entraron el portugués y el catalán, y en viendo el escribano que me hablaban, desenvainando la pluma, los quiso espetar por cómplices en el proceso. El portugués no lo pudo sufrir, y tratóle algo mal de palabra, diciendo que él era un caballero «fidalgo de casa du Rey», y que yo era un «home muito fidalgo», y que era bellaquería tenerme atado. Comenzóme a desatar y al punto el escribano clamó: «¡Resistencia!», y dos criados suyos, entre corchetes y ganapanes, pisaron las capas, deshiciéronse los cuellos, como lo suelen hacer para representar las puñadas que no ha habido, y pedían favor al Rey. Los dos, al fin, me desataron, y viendo el escribano que no había quién le ayudase, dijo: -¡Voto a Dios que esto no se puede hacer conmigo y que a no ser Vs. Mds. quien son les podría costar caro! Manden contentar estos testigos y echen de ver que les sirvo sin interés. Yo vi luego la letra; saqué ocho reales y díselos y aun estuve por volverle los palos que me había dado; pero por no confesar que los había recibido lo dejé y me fui con ellos, dando las gracias de mi libertad y rescate. Entré en casa con la cara rozada de puros mojicones y las espaldas algo mohínas de los varapalos. Reíase el catalán mucho y decía a la niña que se casase conmigo para volver el refrán al revés, y que no fuese tras cornudo apaleado sino tras apaleado cornudo. Tratábame de resuelto y sacudido por los palos; traíame afrentado con estos equívocos. Si entraba a visitarlos trataban luego de varear; otras veces de leña y madera. Yo, que me vi corrido y afrentado, y que ya me iban dando en la flor de lo rico, comencé a trazar de salirme de casa; y para no pagar comida, cama ni posada, que montaba algunos reales, y sacar mi hato libre, traté con un licenciado Brandalagas, natural de Hornillos, y con otros dos amigos suyos, que me viniesen una noche a prender. Llegaron la señalada y requirieron a la huéspeda que venían de parte del Santo Oficio y que convenía secreto. Temblaron todas, por lo que yo me había hecho nigromántico con ellas. Al sacarme a mí callaron; pero al ver sacar el hato pidieron embargo por la deuda, y respondieron que eran bienes de la Inquisición. Con esto no chistó alma terrena. Dejáronles salir y quedaron diciendo que siempre lo temieron. Contaban al catalán y al portugués lo de aquellos que me venían a buscar; decían entrambos que eran demonios y que yo tenía familiar. Y cuando les contaban del dinero que yo había contado, decían que parecía dinero pero no lo era; de ninguna suerte persuadiéronse a ello. Yo saqué mi ropa y comida horra. Di traza con los que me ayudaron de mudar de hábito y ponerme calza de obra y vestido al uso, cuellos grandes y un lacayo en menudos: dos lacayuelos, que entonces era uso. Animáronme a ello, poniéndome por delante el provecho que se me seguiría de casarme con la ostentación, a título de rico, y que era cosa que sucedía muchas veces en la Corte. Y aún añadieron que ellos me encaminarían parte conveniente y que me estuviese bien, y con algún arcaduz por donde se guiase. Yo, negro codicioso de pescar mujer, determinéme. Visité no sé cuántas almonedas y compré mi aderezo de casar. Supe dónde se alquilaban caballos y espetéme en uno el primer día, y no hallé lacayo. Salíme a la calle Mayor y púseme enfrente de una tienda de jaeces, como que concertaba alguno. Llegáronse dos caballeros, cada cual con su lacayo. Preguntáronme si concertaba uno de plata que tenía en las manos; yo solté la prosa y con mil cortesías los detuve un rato. En fin, dijeron que se querían ir al Prado a bureo un poco, y yo, que si no lo tenían a enfado, que los acompañaría. Dejé dicho al mercader que si viniesen allí mis pajes y un lacayo, que los encaminase al Prado. Di señas de la librea y metíme entre los dos y caminamos. Yo iba considerando que a nadie que nos veía era posible el determinar cúyos eran los lacayos, ni cuál era el que no le llevaba. Empecé a hablar muy recio de las cañas de Talavera y de un caballo que tenía porcelana; encarecíales mucho el roldanejo que esperaba de Córdoba. En topando algún paje, caballo o lacayo, los hacía parar y les preguntaba cúyo era, y decía de las señales y si le querían vender; hacíale dar dos vueltas en la calle, y, aunque no la tuviese, le ponía una falta en el freno y decía lo que había de hacer para remediarlo, y quiso mi ventura que topé muchas ocasiones de hacer esto. Y porque los otros iban embelesados y, a mi parecer, diciendo: «¿Quién será este tagarote escuderón?», porque el uno llevaba un hábito en los pechos, y el otro una cadena de diamantes (que era hábito y encomienda todo junto), dije yo que andaba en busca de buenos caballos para mí y a otro primo mío, que entrábamos en unas fiestas. Llegamos al Prado, y en entrando, saqué el pie del estribo y puse el talón por defuera y empecé a pasear. Llevaba la capa echada sobre el hombro y el sombrero en la mano. Mirábanme todos; cuál decía: «Este yo le he visto a pie»; otro: «Hola, lindo va el buscón». Yo hacía como que no oía nada, y paseaba. Llegáronse a un coche de damas los dos, y pidiéronme que picardease un rato. Dejéles la parte de las mozas y tomé el estribo de madre y tía. Eran las vejezuelas alegres, la una de cincuenta y la otra punto menos. Díjeles mil ternezas y oíanme, que no hay mujer, por vieja que sea, que tenga tantos años como presunción. Prometílas regalos y preguntélas del estado de aquellas señoras, y respondieron que doncellas, y se les echaba de ver en la plática. Yo dije lo ordinario: que las viesen colocadas como merecían; y agradóles mucho la palabra colocadas. Preguntáronme tras esto que en qué me entretenía en la Corte. Yo les dije que en huir de un padre y madre que me querían casar contra mi voluntad con mujer fea y necia y mal nacida, por el mucho dote. -Y yo, señoras, quiero más una mujer limpia en cueros que una judía poderosa, que por bondad de Dios, mi mayorazgo vale al pie de cuatro mil ducados de renta, y si salgo con un pleito que traigo en buenos puntos, no habré menester nada. Saltó tan presto la tía: -¡Ay, señor, y cómo le quiero bien! No se case sino con su gusto y mujer de casta, que le prometo que con ser yo no muy rica, no he querido casar mi sobrina, con haberle salido ricos casamientos, por no ser de calidad. Ella pobre es, que no tiene sino seis mil ducados de dote, pero no debe nada a nadie en sangre. -Eso creo muy bien -dije yo. En esto, las doncellicas remataron la conversación con pedir algo de merendar a mis amigos: y a todos tiembla la barba. Yo, que vi ocasión, dije que echaba menos mis pajes, por no tener con quien enviar a casa por unas cajas que tenía. Agradeciéronmelo y yo las supliqué se fuesen a la Casa del Campo al otro día, y que yo las enviaría algo fiambre. Aceptaron luego; dijéronme su casa y preguntaron la mía. Y, con tanto, se apartó el coche, y yo y los compañeros comenzamos a caminar a casa. Ellos, que me vieron largo en lo de la merienda, aficionáronse, y por obligarme me suplicaron cenase con ellos aquella noche. Híceme algo de rogar, aunque poco, y cené con ellos, haciendo bajar a buscar mis criados y jurando de echarlos de casa. Dieron las diez, y yo dije que era plazo de cierto martelo y que, así, me diesen licencia. Fuime, quedando concertados de vernos a la tarde en la Casa del Campo. Fui a dar el caballo al alquilador, y desde allí a mi casa. Hallé los compañeros jugando quinolillas. Contéles el caso y el concierto hecho, y determinamos de enviar la merienda sin falta, y gastar doscientos reales en ella. Acostámonos con estas determinaciones. Yo confieso que no pude dormir en toda la noche con el cuidado de lo que había de hacer con el dote. Y lo que más me tenía en duda era el hacer de él una casa o darlo a censo, que no sabía yo cuál sería mejor y de más provecho. |
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