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Juan Pérez Zúñiga

"Un sueño particular"

Biografía de Juan Pérez Zúñiga en Wikipedia

 
 
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Un sueño particular
 

Eran las doce de la noche del 22 de Agosto cuando me senté en una butaca y comencé a dormir y a soñar.

¡Quién duda de que aquél fue el sueño de una noche de verano!

¿Osó alguien interrumpírmelo? Nadie. Ni siquiera el botijo que me acompañaba dijo una palabra en toda la noche. Se rezumaba en silencio y nada más.

Así como otras noches soñaba yo con toros que penetraban en las casas por los balcones o con bailes de renacuajos o con discursos de Rodríguez San Pedro o con túneles, trisagios y huevos duros, la noche de referencia me vi favorecido por una pesadilla verdaderamente rara, que por serlo merece ser referida.

Soñé que el Omnipotente Señor que todo lo ha creado, desde la mujer a la zanahoria, pasando por el pavo real y el sulfato de cobre, me había concedido por rarísimo privilegio el misterioso don de disponer de un fluido, especie de antítesis del imán, que tenía la propiedad de repeler a voluntad mía todos aquellos seres vivientes que se me aproximasen a la distancia de dos metros.

Rodeado siempre del tal fluido de repulsión y empleándole cuando me convenía, es inútil decir con cuánta comodidad me paseaba por todas partes y cómo me reía de las grandes aglomeraciones de gente.

No supe en mucho tiempo lo que eran pisotones, empujones ni codazos.

Como siempre me rodeaba de una circunferencia de dos metros de radio, dentro de la cual no podían entrar más que las personas que yo quisiera, los amigos favorecidos por fetidez de aliento, sudor de manos o afición a tirar de las solapas eran, como es natural, los que indefectiblemente quedaban a dos metros de distancia. Y lo mismo acontecía respecto a los acreedores, los cuales no siempre disponían de una caña larga para pescarme el dinero, ni esto era cosa fácil tratándose de quien no lo tiene.

Dejaba que las jóvenes bien parecidas se acercasen a mí, e inmediatamente repelía a las correspondientes madres que las escoltaban. Veía gratis todos los espectáculos en la seguridad de que nadie me disputaba el sitio ni me molestaba colocándose junto a mí. ¿Qué portero podía impedirme la entrada? ¿Qué acomodador podía cogerme por una oreja para plantarme en la calle?

No era cosa de dejar sin su explotación correspondiente tan singularísima propiedad. No quise, pues, concretar a los espectáculos y a las manifestaciones públicas la aplicación del fluido, sino que la hice extensiva a viajes, apuestas, experimentos y, sobre todo, a la realización de la suerte de Don Tancredo, del cual me hice temible competidor, con la ventaja deque los toros no se podían aproximar a mí jamás.

¡Cómo me reía yo en las plazas viendo dar inútiles derrotes a los cornúpetos y burlándome tanto de ellos como de los empresarios!

Los viajes no podían salirme más económicos. Para mí cualquiera de los coches del tren se convertía en reservado. No había viajero que entrase en mi departamento, ni revisor de billetes que pudiera exigirme la presentación del mío.

iCuántas veces me divertía, al parar en cualquier estación, dejando llegar a los primeros individuos de una familia de viajeros hasta mí y haciendo uso del flùido para los restantes! ¡Cuántos matrimonios tuve el gusto de separar empleando el mismo procedimiento!

Para lo que apliqué con más gusto el fluido fue para hacer lo que jamás hizo nadie: andar por el desierto entre las fieras sin que consiguieran tropezarme.

A veces, dos metros en derredor mío se agolpaban los leones y otros animalitos de buena intención.

Su coro de rugidos me entretenía mucho, y más de una vez me llevaba con engaños un elefante de menor edad para vendérselo después a un domador de circo. Y esto no quiere decir que con mi flùido me pitorrease únicamente de los animales grandes. ¡Cualquier día iba yo a permitir que una pulga me picase desde una distancia inferior a dos metros! ¡Como no llenase de habones a su familia!...

 

Pero las dichas no son perpetuas ni en plena pesadilla. ¿Por qué lo digo? Porque seguí soñando que un día se me estropeó la virtud del fluido en tales términos, que forzosamente me sucedía todo lo contrario que hasta entonces; es decir, que a la distancia de dos metros nadie se podía acercar a mí, aunque yo quisiera.

Comenzó, pues, para mí una vida de aislamiento verdaderamente inaguantable.

Criadas y camareros tenían que servírme los manjares desde una honesta distancia. Veíame obligado a enviar los besos a las personas de mi mayor afecto arrojándoselos envueltos en papeles oomo si fueran bizcochos de Guadalajara, y aunque andaba por las calles libre de estrujones de mis semejantes o de mordiscos de los perros hidrófobos, en cambio no podía unirme en estrecho abrazo a cualquiera amiga cariñosa, y hasta para darme un pitillo o darle yo era menester la intervención de la honda, de la cerbatana o de la catapulta.

El tal aislamiento íbame siendo ya mortificante, y después de consultar el caso con una bruja competente en materia de fluidos misteriosos, logré que ésta, mediante fuerte suma, compusiera el mío, cosa que me agradó sobremanera, porque tenía pendiente una gran apuesta con dos ingleses que me negaban la posibilidad de andar entre las fieras del desierto sin temor de que me devorasen.

Lo que me devoraba era la impaciencia por demostrárselo, y después de estar sin fluido alguno circundador por espacio de una semana, cité a los ingleses en el desierto para el día y la hora en que, según la bruja, había yo de comenzar de nuevo a usar voluntariamente de lo que pudiéramos llamar contraimán maravilloso.

Al lugar de la prueba me encaminé, y con el orgullo del que ve cercana y segura su victoria llegué al desierto y empecé a llamar a unos leones como quien llama al gato. Los ingleses contemplaban a gran distancia aquel acto temerario.

Pero ¡oh, impresión mía! La diferencia de meridianos, haciendo variar la hora del plazo marcado por la bruja para que se reanudasen los efectos del fluido, fue causa de que éste aún no hubiera llegado a mí, y en plena reunión de fieras terribles y a presencia de los ingleses, que las aplaudían desde lejos, los dos leones a quienes tranquilamente había yo llamado tuvieron la amabilidad de hacerme pedazos y relamerse con mis alabastrinas carnes, sin considerar los años que me había costado reunirlas.

 

Al ser desgarrado por los mencionados animalitos desperté sobresaltado, sin ver junto a mí más fiera que el botijo. Me asomé al balcón, y después de charlar con unas vecinas y referirlas el sueñecito, me acosté en paz y en gracia de Dios, prometiéndome dar cuenta de todo ello a mis pacientes lectores.

¡Buen humor! Narraciones y cuentos alegres
Administración del Noticiero-Guía de Madrid
Velázquez, 67. 1907

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