I
Celebrábase en Valdeporretas la tradicional feria de ganados, y a ella, como todos los años, asistía don Modesto Salvilla, que, haciendo honor a su nombre, era la modestia personificada.
Antes hubiera faltado la yema en los huevos y la seriedad en los responsos que la presencia de don Modesto en el ferial de Valdeporretas. En el que se celebró hace seis años, pululando por el peaje nuestro pobre amigo, se le acercó una gitana de las más desharrapadas y atrevidas.
— ¿Te la digo, resalao? ¿Te la digo, patitas de bailaor?... Dame una perra pa mis churumbeles y sabrás de seguía too lo que te va a pasa — dijo la gitana a don Modesto.
Este, sin vacilar, presentó la mano derecha, y así le habló la repugnante mujer:
— Tú no vas a morí de muerte natura. No te digo si será mañana o dentro de cien años; pero tienes grabao en esta parma que en arguna de tus andanzas po er mundo, la vas a diñá partió por medio.
No dejó de hacer mella este pronóstico en el espíritu de don Modesto; y retirando la mano y poniendo después en la de la gitana unas monedas, no quiso saber más y dio por terminada aquella buenaventura, que nada tenía de buena ni de venturosa.
II
La explotación de dos artículos tan heterogéneos como lo son las carracas y las vinagreras, obligó a don Modesto, a realizar su viaje a diferentes puntos de la América del Sur.
Con más miedo que vergüenza, cargado con sendos muestrarios de vinagreras y de carracas, y más cargado aún de tener que navegar, él, que no solía lavarse más que con una toalla seca, embarcó cierto día de febrero en el vapor San Homobono con rumbo a la Argentina y con el propósito de buscarse unas pesetas colocando sus importantes artículos en aquellas latitudes con la misma facilidad, por lo menos, con que los había colocado en Torrejón de Ardoz y en Colmenar de Oreja.
Seis días llevaba de feliz navegación el espléndido San Homobono, abarrotado de pasajeros, cuando un inesperado acontecimiento vino a turbar su calma y a sembrar el pánico entre la gente de a bordo.
Unos dicen que por cuestión de subsistencias, otros que por un quítame allá esas pajas (también cosa de alimentación), riñeron el capitán y el recontramaestre del barco, y al dar aquél a éste una patada en la popa, lo hizo con tal fuerza, que la nave se inclinó bruscamente de aquel lado y fue inevitable la catástrofe marítima: San Homobono se mojó la popa más de la cuenta, y la embarcación, con todos sus habitantes, carracas y vinagreras inclusive, fueron a parar a las revueltas aguas del anchuroso mar, sin que del pasaje y la tripulación pudiera salvarse ni una rata. Solamente, cumpliendo un acuerdo milagroso del Altísimo, don Modesto Salvilla pudo escapar de la muerte abrazado a un madero que le permitió llegar a la lejana orilla sano y salvo.
III
No habrían pasado quince días, cuando el pobre Salvilla, repuesto apenas del susto y del remojón, pero sin dejar de la mano el negocio de las carracas y las vinagreras, tuvo que tomar el camino férreo que conduce desde la ciudad condal a la villa del oso. Pues bien al llegar el tren a la estación de Calatorao, nuestro buen don Modesto sintió comezón de apearse del convoy (no sabemos si para tomar o para dejar algo), y, sin tener en cuenta la brevedad de la parada, corrió precipitado a posesionarse nuevamente de su asiento de segunda, con tan mala suerte, que, después de engancharse en la falleba del coche y recorrer dando tumbos tres kilómetros de vía, vino a dar co su cuerpecito serrano en el santo suelo del camino, pasándole por encima siete vagones, que le partiéronlas extremidades como quien corta salchichón sobre una tabla.
Tres meses duró la curación del célebre Salvilla, quien, gracias a la pericia de un acreditado albéitar de Socuéllamos, primo suyo, que empleó con fortuna el sindeticón para la pegadura de los miembros, pudo andar, aunque romanonamente, durante el resto de su aperreada vida.
IV
No parecía sino que la Divina Providencia se había propuesto amparar al comisionista de las carracas, sacándole con contra su gusto, a realizar un bien de sus percances, contra los tristes augurios de la gitana de Valdeporretas; y por si el naufragio y el accidente ferroviario no habían sido suficientes pruebas de ello, pocos meses más tarde hubo de ocurrirle al desventurado señor de Salvilla un nuevo contratiempo.
Discurría nuestro don Modesto cierta mañanita de mayo por el paseo de Rosales, cuando, al cruzarlo de parte a parte, no quiso ser menos que nuestro hombre el automóvil del marqués de Casazurcidos, y le cruzó por encima del cuerpo en menos tiempo que se persigna un gato de Angora. El resultado fue que los acreditados riñones del infeliz quedaron de tal modo prensados bajo las ruedas del coche, que cualquier cirujano que le hubiese reconocido hubiérale confundido los aplastados riñones con un par de lenguados al gratín.
Los gritos del despanzurrado transeúnte promovieron el revuelo consiguiente entre los concurrentes al paseo. Condujéronle entre un hombre rústico y un guardia urbano a la Casa de Socorro más próxima, donde le pusieron provisionalmente los ríñones de un suicida en substitución de los propios, que ni como plantillas de zapatos podían prestar servicio; y ocho días después ya corría el modesto señor, colocando aquí y acullá carracas y vinagreras donde buenamente se terciaba.
Inútil es decir que el auto del marqués no pudo ser objeto de ninguno del Juzgado, porque, como es corriente en casos tales, perdióse de vista en cuanto el atropello se consumó.
V
Repuesto del último percance y rodeado de sus contertulios del café, a quienes, al par que inspiraba compasión tanto accidente sufrido por don Modesto, producía asombro su rara cualidad de conservador de la propia pelleja; decía el protagonista de los referidos sucesos:
— ¡Valiente plancha se tiró la gitana de la feria pronosticándome una muerte artificial!... Ya ven ustedes, señores, que ni en el naufragio he perecido, ni me ha mutilado el tren, ni el auto me ha despanzurrado... ¡No hay quien pueda conmigo!
Apenas habrían transcurrido veinte minutos, cuando don Modesto se lanzó a la calle, y, al mismo tiempo que él, fue a cruzarla un afilador con su piedra redonda colocada sobre ruedas. Distraídos ambos, coincidieron en un punto sin poder evitarlo: el infeliz Salvilla cayó al suelo, y el pequeño artefacto del amolador le pasó por encima de la cabeza, de cuya caricia, que inundó de serrín el piso, falleció don Modesto a las pocas horas. .... ¿Tuvo razón la gitana? La tuvo, sin duda. Pero ¡de qué modo tan estúpido acabó sus días el pobre señor!... Verdad es que siempre fue hombre de muy modestas aspiraciones.
A otro le hubiese destrozado un surexpreso o acaso un 40 HP. A don Modesto, un insignificante amolador..., y gracias.
JUAN PÉREZ ZUÑIGA
Buen Humor. Semanario Satírico
Madrid, 8 de enero de 1922 |