Sí, lectores carísimos; llegó el día de la coronación de mi amigo Nicolás II, de Rusia, y fui llamado por él con toda urgencia para que le acompañara en tan solemne acto.
Al cariñoso aviso del «¡zasl» (yo le llamo «¡zas!» en vez de «czar» porque tengo mucha confianza con él) contesté con un telegrama concebido en estos términos:
«Acepto gustoso convite. Aplaza coronación hasta que yo llegue. Hoy emprendo tartana camino Rusia. Expresiones familia. Remite fondos.»
Y llegué a Moscou. Y en Dios y en mi ánima que me alegré de haber ido.
No tenéis idea cabal de lo que es el acto de ungir a un czar. |Qué habéis de tener!
Aunque no es muy agradable ver dar la unción a una persona que le favorece a uno con su imperial afecto, me dije:— ¡Qué demontrel ¡Vamos allá, que de estas juergas moscovitas entran pocas en libra!
Por supuesto, presencié todas las ceremonias en primera fila.
Y en medio de aquella muchedumbre rusa, de aquel conjunto de ciudadanos de astracán que se acuestan con patines y se tutean con los osos blancos, me consideraba yo un gran hombre. Muchos ciudadanos, abriéndome paso, me quitaban el sombrero. (¡Ya veis! En mi patria tal vez abriéndome el bolsillo me hubieran quitado el reloj.)
Los emperadores me saludaban atentamente. Las emperatrices me dirigían sonrisas picarescas. Los príncipes me llamaban «camará». Y las princesas me guiñaban un ojo, cualquiera, el que tenían más a mano.
Pues ¿y los altos dignatarios de la Iglesia? Esos me preguntaban por la familia, y al acercarse a mí me tiraban cariñosamente de las barbas.
En fin, un alto dignatario, que era muy bajo por cierto, me entregó a hurtadillas, por detrás del trono y en señal de aprecio, un cartucho de almendras de Alcalá para que se lo trajese a mis chiquitines. ¡Cuánto se lo agradecí!
No podéis imaginaros lo simpática que es la czarina. Le fascina al menos impresionable con aquellos encajes y aquellas joyas. ¡Qué lujo me gasta! En fin, baste decir que el vestido que luce aquí mi mujer el Jueves Santo para correr las estaciones es un vestido de teta comparado con la túnica imperial.
¡Aquello era suntuosidad y aquello era el derroche en personajes reales (reales y efectivos), príncipes y magnates, obispos y archiduquesas, generales y particulares!
Y no os figuréis que todos los concurrentes a las fiestas eran rusos, iquiál Allí tan pronto se codeaba uno con un arcipreste napolitano, como con un embajador chino, como con un príncipe noruego, como con un choricero de Salamanca.
Todas las naciones estaban dignamente representadas en los actos solemnes de que ya en su día os hablaron, por conducto del hilo y del correo, los corresponsales de todos los periódicos importantes.
Esta consideración me libra de narraros minuciosamente las ceremonias de la coronación y los festejos subsiguientes.
¿Qué podía yo deciros de nuevo, pongo por caso, respecto a los miembros de la familia real? Nada. Me hubiera guardado muy bien de tocar ciertos puntos después de haberlo hecho como lo hicieron los cronistas allí presentes.
Nada os digo tampoco acerca de la población, porque apenas me acuerdo ya y porque a fuerza de ver tantas cosas en tan pocos días me dejé en Rusia el cerebro y traje una ensalada rusa dentro de la cabeza. Pero no quiero dejar de recordar un detalle curioso. Parecía natural que en Moscou abundasen mucho las moscas, ¿verdad? Pues yo puedo aseguraros que hay más moscas en Madrid.
Os presentaría en estas páginas las vistas fotográficas que oportunamente saqué; pero me las dejé olvidadas sobre el lavabo de la emperatriz, y la única que se me quedó en el bolsillo no es publicable, porque en vez de representar, como yo pretendía, el acto de arrodillarse la czarina ante mi amigo Nicolás para que éste la ciñese la corona, me resultó más bien algo así como una banasta llena de alcachofas y repollos.
El banquete con que nos obsequió Nicolasillo (mientras las músicas ejecutaron la overtura de Zampa, como la pieza más a propósito para amenizar una comida) fue un banquete de P. P. y doble czar. ¡Vaya un menúl ¡Menudo fuél No faltó el «potage tortué» (potaje tortuoso), el «consommé à la princesse» (la princesa consumida), el «purée de levrant» (puré de libros), los «petites timbales» «le truíte sauce hollandaise» (trote de sauces holandeses), «epigrames d’agneau» (intencionados como ellos solos), «chapons flanqués de cailles» (sombreros flanqueados por las calles), «ananas a la Vestillas» (enanas de las Vistillas) y «buisson de gaufres à la parisienne» (buzón de cafres parisienses); todo ello remojado por doscientas clases de vinos.
Aunque ni el czar ni yo pudimos con tanto líquido y antes de la centésima copa dimos punto a la bebida, salimos del comedor un poco mareados. Pero hubo quien cogió la primer turca y se despidió de la czarina haciendo, no eses, sino abecedarios completos. En fin, gracias al amoníaco que de ocultis propinaba en las galerías a los magnates cierto albéitar palaciego muy listo, no hubo que lamentar después del banquete caídas de latiguillo ni choques de cabezas (carambolas rusas).
Regresé a España sumamente reconocido a las atenciones recibidas de patricios y plebeyos, que me colmaron de agasajos moscovitas, y en recuerdo de todo aquello no me quito ni para dormir el gabán ruso que me regaló el «¡zas!» en un momento de enajenación mental.
¡Buen humor! Narraciones y cuentos alegres
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Velázquez, 67. 1907 |