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Juan Pérez Zúńiga

"El patrón de Villapelona"

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El patrón de Villapelona
 

Villapelona es un pueblo de pesca. De pesca lo llamo, porque de sus moradores, el que no es un atún, es un congrio, y el que no es un trucha, es un pez de muchas agallas.

Todos los pueblos tienen el santo patrón que por clasificación les corresponde, y este de que tratamos no había de ser menos.

Pero el que antes tenía, que era un San Roque de talla (detallo lo de talla, aunque no es preciso), dejaba mucho que desear y era ya mirado por los fieles con cierta desconfianza. Por algunos con horror.

Dos cosas había perdido el pobre santo: la fe de los indígenas y el rabo del perro. El rabo a consecuencia de una pedrada cariñosa. La fe a causa de varias equivocaciones en la concesión de gracias especiales.

Una vez le sacaron en rogativa para que lloviera, y no cayó una gota en dos meses; pero el secretario curó de la gastralgia que padecía.

Otra vez, en cambio, le pidieron que la señora del alcalde diese a luz con felicidad, y estuvo lloviendo tres semanas seguidas.

Cierto día le pidió el fiscal municipal que su madre sanase de la cojera. ¿Y saben ustedes lo que el santo concedió? Una buena cosecha de pepinos.

No podía, pues, continuar semejante situación. Era forzoso elegir un patrón nuevecito que tuviese las simpatías de todo el pueblo.

Procedióse a la elección, y ésta produjo no pocos conflictos; porque cada vecino de Villapelona votaba por un patrón diferente.

Algunos preferían que fuese una patrona; otros, que habían vivido en la capital siendo estudiantes, no la querían...

Los candidatos eran Santiago, San Procopío, San Cucufate y San Burgundóforo. El maestro propuso a San Tito; pero éste le pareció muy pequeño a la mayoría.

Uno de los vecinos que más se esforzaron por que triunfara Santiago fue don Protasio Globulínez, boticario del pueblo y esposo de una hermosa individua, coqueta como ella sola y más larga que un camino real.

Nadie daba con la razón de tal empeño, hasta que una gitana que estuvo en Villapelona de paso para unas ferias, descubrió que, sugestionado el farmacéutico por su señora, que tenía un primo de coraceros, a quien ella apreciaba demasiado, creyó que debía votar por el mejor de los santos de caballería. Y ninguno más indicado que el apóstol Santiago.

Empeñada la boticaria en salirse con la suya, no se sabe cómo influyó cerca de los más principales personajes del pueblo; el caso es que no sólo quedó instituido Santiago patrón de Villapelona, sino que la propia señora de Globulínez fue comisionada por las autoridades eclesiástica y civil para la adquisición de la imagen correspondiente.

A los pocos meses quedaba ésta colocada en el retablo del templo parroquial, admirada por muchos y venerada por casi todos los del pueblo.

Pero ¡qué imagen, cielo santo!

El apóstol parece que va montado en un gato, pues es un jinete así como tres veces más grande que su brioso corcel.

Éste es tuerto y no tiene más que dos patas. Le han pintado la tripa de color verde esmeralda y el lomo canelo con pintas rojas.

El pobre santo, a falta de casco, lleva encajada en el cráneo una sopera; a la espalda un saco de noche, en la mano un sable de pino forrado de talco; una pipa en la boca, un refajo amarillo y una banda de Carlos III, clavada al cuerpo con tachuelas.

En su viaje hasta el pueblo perdió una espuela, y el sacristán la suplió con un sacacorchos.

Las cabezas de los moros, rodando por el suelo bajo el caballo, están representadas por otras tantas calabazas con turbante y barbas de crin, y lo que rodea al santo, queriendo ser nubes, son más bien escombros de un derribo.

¡Qué suerte tienen los villapelones! Desde que está rigiendo sus destinos el Santiago de la boticaria, lodos los enfermos sanan. Cada caso de enfermedad da ocasión a un aparente milagro.

Todos los calenturientos, en pocos días, se ven limpios de fiebre.

Todos los reumáticos ven mitigados sus dolores.

Todos los escrofulosos hallan la purificación de su sangre.

Todos los acatarrados mandan la tos al cuerno.

Y aunque, según opinión de algunos indígenas, Dios procura complacer al Santiago de Villapelona por quitársele de encima y no verle, tan raro como es, los más listos aseguran que todo ello es obra de la mujer del boticario, y se fundan en este diálogo que en la intimidad conyugal de la rebotica sostuvo un día el matrimonio:

—Mira, Protasio, es preciso que ahora se muera menos gente en el pueblo.

—Pero hija... ¿cómo nos vamos a arreglar?

—Pues muy sencillo. Ya sabes que don Fabián, el médico, es tan bestia que receta todo lo contrario de lo que debe recetar. Pues, bueno; despacha tú en la botica todo lo contrario de lo que las recetas indiquen, y neutralizado su efecto, los enfermos sanarán indefectiblemente.

—¿Sabes que tienes razón? De esa manera todos acertamos.

—Y yo me salgo con la mía. Mi Santiago consolida su reputación y el pueblo de Villapelona, al adorarle a él, me adora a mí, que soy tan protectora del arma de caballería como el mismísimo apóstol.

Vean ustedes por qué combinación de circunstancias, aunque nadie procura de buena fe la felicidad de los villapelones, éstos viven hoy día completamente dichosos.

¡Buen humor! Narraciones y cuentos alegres
Administración del Noticiero-Guía de Madrid
Velázquez, 67. 1907

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