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Marcel Prévost

"Las camisas"

Biografía de Marcel Prévost en Wikipedia

 
 

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Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante
 

Las camisas

 

I

Ella había llorado, había llorado mucho, cuando su amigo Pablo Jayaux la abandonó para casarse con una muchacha de su provincia después de recibir el diploma de doctor. ¡Pobre Clarita!... Lo quería con toda el alma; le debía su independencia del taller, de donde él la sacara para meterla en una casita amueblada, con una criada a su servicio; le debía también las primeras sensaciones amorosas, porque Pablo la había conocido «casi virgen», como decía ella misma no conservando en la memoria sino el recuerdo de las brutalidades repugnantes de un viejo señor. Sí, ella lo quería mucho; y los diez y ocho meses do vida común pasaron sobre su alma como una estación muy bella y muy breve — la estación de las caricias y de las sonrisas, que florece al encuentro de los amantes jóvenes. Ella le fue siempre fiel. Sólo tres o cuatro veces se tomó la libertad de besar los labios de otro hombre, pero eso sucedió durante las vacaciones, cuando Pablo se encontraba en el seno de su familia, de manera que, según decía ella misma, aquello «no tenía importancia».

La separación, aunque prevista — Pablo sabía desde su niñez que al recibir la investidura tendría que casarse — les costó muchas lágrimas. Al arreglar las maletas del viajero, Clara sollozaba como una Magdalena. Cada prenda de vestir, cada objeto menudo que Pablo había llevado o que había servido de adorno a su cuarto y que ella empaquetaba ahora, estaban ligados al corazón de la pobre muchacha por un hilito misterioso que se rompía de repente dejando en su lugar una llaga tan pequeña como terrible. Las camisas de dormir — esas queridas camis s de seda, esas camisas del amigo, que guardaban entre sus pliegues el recuerdo de tantas caricias — fueron sobre todo bañadas con sus lágrimas. Eran seis: cuatro de ellas estaban limpias par a ser guardadas en el acto, las otras dos habían sido puestas a un lado para ser enviadas a casa del limpiador.

Clara dijo a Pablo:

— ¿Quieres complacerme?

— En todo lo que gustes — respondió él.

—Entonces déjame esasdos camisas de dormir... las que ya están usadas...

— ¿Para qué?

— Para nada... Para conservarlas... Cuando tú te vayas, las pondré debajo de mi almohada, por la noche... y eso me hará soñar, tal vez, que tú estás aún aquí.

Pablo se las dió sonriendo. Ella le exigió que se las pusiese durante las noches que aún pasaran juntos.

 

II

Cuando todo hubo acabado, cuando él hubo partido y ella hubo vuelto a su habitación desocupada, Clara vivió algún tiempo, como sin pensar en cosa alguna, con la cabeza vacía y el corazón dolorido. Ni comía, ni contestaba a las palabras de consuelo que su buena criada se atrevía a dirigirle. Manteníase en la cama, cubriendo de besos el par de camisas que siempre estaba ahí, a su lado, bajo las blancas almohadas. Ella creía encontrar de nuevo, sobre la fina seda, el olor de esa piel mate de Pablo a la cual había pegado tantas veces sus labios, con algo, además, de ligero olor de frangipán, su perfume favorito... A veces cerraba los ojos y la ilusión de que Pablo se encontraba a su lado, nacía en su cerebro febril.

Poco a poco, sin embargo, esa cosilla sutil y ligera que constituye el olor personal de cada ser humano, se evaporó del tisú, no dejando sino el olor genérico de la ropa que fue usada por un cuerpo y arrugada luego por muchas manos. Clara se obstinó, durante algún tiempo aún, buscando entre las mallas de seda, el recuerdo vibrante de su amigo; después las camisas vacías y manoseadas le hicieron, de pronto, el efecto de una cosa muerta; y ella las sacó de su cama para meterlas en un rincón de su armario.

La criada las encontró allí un día; las tomó sin decir nada, las hizo limpiar y volvió luego a colocarlas, cuidadosamente plegadas, en el mismo rincón. Cuando Clara las vio así, sorprendióse, preguntándose a sí misma, si aquello le causaba pena o alegría. Al fin le dijo a su criada:

— Has hecho bien. Yo no podí a guardar eternamente sucias esas camisas. Y después de todo, limpias o no, siempre son las camisas de dormir de Pablo.

Pasaron los días, pasaron los semanas, pasaron los meses... La tristeza violenta del principio se cambió, poco a poco e insensiblemente, en un dolor sordo y resignado con crisis de recuerdos agudos. Otras preocupaciones vinieron a distraer esa alma simple en donde no podían alojarse muchas ideas a la vez. Pablo había dejado, al partir, una fuerte suma de dinero a su querida, pero a fuerza de gastar mucho y de no ganar nada, la suma se acabó y ella se encontró de nuevo en la pobreza. ¿Qué hacer? ¿Buscar trabajo, volver al taller? No; Clara no pensó en ello un solo minuto y decidióse mejor a aceptar las ofertas bondadosas de un caballero viejo, antiguo conservador de las Hipotecas, que, viviendo en su mismo barrio, la había seguido varias veces y le había escrito algunas cartas.

Ese funcionario retirado, siempre vestido de negro, que tenía los cabellos blancos y que llevaba la ropa blanca más admirable, más fina y la corbata más nívea — todo de blanco y negro — pareció a Clara suficientemente enlutado para reemplazar a Pablo sin peligro ninguno para el recuerdo aún ferviente que guardaba en el corazón. Ella fue muy dichosa con él durante algunos meses; pero, en la primavera, habiéndose enamorado súbitamente de un actor del Ambigú llamado Merxens que la sedujo con su distinción, vióse obligada a romper con él.

Clara, pues, que había olvidado de repente a Pablo, comenzó a enviar ramilletes de flores y a escribir declaraciones amorosas a su nuevo ídolo. El actor se dejó seducir un a noche, después del espectáculo, por ella, que lo condujo a su casa temblando con esa emoción especial que produce en los nervios femeninos el contacto de los hombres de teatro. Él cenó con buen apetito y luego, en el momento de meterse en la cama, preguntó:

— ¿No tiene usted, hija, una camisa de dormir par a mí?

Ella dudó, vacilando entre el miedo de disgustar a su nuevo amante y el temor de ofender el culto, aún no muerto, del amigo ausente. Al fin llamó a su criada:

— ¡Adela!

— ¿Señora?

— Mira por ahí, a ver si puedes encontrar una camisa de noche para el señor.

Un instante después, Adela traía, con la mayor tranquilidad, una camisa de Pablo.

Merxens que creía necesario a su dignidad informarse, preguntó, frunciendo las cejas y señalando con un gesto grandioso la camisa:

— ¿A quién ha pertenecido esta ropa?

Clara respondió con esa volubilidad embustera que es patrimonio de las muchachas nacidas sobre el suelo de París:

— A mi hermano... a mi hermano Luis que murió el año pasado... que estaba empleado en los Telégrafos.

Y el actor que metía ya la cabeza entre la seda, suspiró con una piedad contenida:

— ¡Pobre muchacho!

... Esa amistad duró poco tiempo. El actor, que era borracho y brutal, abandonó a su nueva querida desde que ella agotó con él sus economías del invierno. Entonces comenzó, para Clara, una época dura de trabajo ingrato, sin placer, sin seguridad, a veces sin fruto. Durante esos meses aciagos las camisas de Pablo sirvieron para mucho s hombres y a veces no sirvieron sino un día; porque Adela había adquirido la costumbre de depositar siempre sobre la cama, al lado de la camisa de Clara, una de las camisas de Pablo. ¡Pronto se usaron las pobres! Primero se les hicieron zurcidos cuidadosos y en seguida grandes remiendos, pero al fin hubo que reemplazar una de ellas por otra que ya no era de seda sino de tela fina. Ambas siguieron llevando el nombre de: «camisas de Pablo»... Luego fue necesario comprar una segunda, en tela menos delicada. La seda de las otras, de las viejas, de las auténticas, de las del «amigo querido», sirvieron a Adela para limpiar los espejos, las joyas, los objetos menudos... Pero las nuevas camisas no dejaron por eso de seguir siendo llamadas: «las camisas de Pablo.»

 

III

... Tres años habían transcurrido desde que el doctor se fue a su pueblo — tres años durante los cuales la fortuna veleidosa favoreció a veces y a veces no, a Clara. —Cuando una tarde de enero, a eso de las seis, encontróse ésta de manos a boca en la esquina de la rue Le Peletier y del boulevard, con un hombre. Ambos levantaron la cabeza:

— ¡Pablo!

— ¡Clara!

Pronunciaron sus dos nombres al mismo tiempo, sacudidos por la misma emoción intensa, recia, igual, que les hizo agarrarse las manos oprimiéndoselas fuertemente y sin encontrar una palabra... ¡Era que sus propias juventudes acababan de levantarse delante de ellos, al volver de esa esquina... y ellos las miraban, el uno en los ojos del otro, con esa gran piedad que despierta en el ser humano la evocación de su personalidad de otro tiempo!

Pasada la primera impresión, comenzaron a caminar con las manos agarradas, cambiando algunas preguntas. «Yo — dijo Clara — no he dejado nunca de pensar en ti.» Y luego contóle que había cambiado de habitación pero que aún conservaba su misma criada. Pablo a su vez declaró que él era dichoso en su casa, que tenía un a hija y que sus negocios iban bien... pero que no había jamás podido olvidar a su Clara.

— ¿Vas a pasar mucho tiempo en París? — preguntó la pobre muchacha.

A lo que él respondió:

— Ocho días. He venido par a ver algunas experiencias de electro-terapéutica.

Y luego agregó, algo vacilante:

— ¿Y tú... estás libre?...

Ella respondió con alegría, sintiendo por primera vez la dicha de su aislamiento:

— ¡Oh! sí... enteramente libre. Espero que tú vendrás a vivir conmigo.

Fue cosa convenida. Y después de comer en la misma mesa, pasaron la velada en el mismo palco bajo de un teatrillo. No hablaban mucho, pero tampoco se desprendían los ojos. Pablo había engordado un poco sin cambiar gran cosa en cuanto a fisonomía. El tinte de Clara se había marchitado algo, pero su talle parecía más lleno, su cuello más redondo. Y reacostumbrados ya a sus nuevas figuras, no distinguieron sus imágenes de ahora de sus antiguas imágenes.

Ni siquiera esperaron el fin del espectáculo. Devorados por un apetito súbito de besos y de caricias, como en el buen tiempo de sus amores jóvenes, fueron a acostarse antes de media noche.

Clara se desnudaba con verdadera precipitación. Pablo la miraba fumando un cigarrillo. Un recuerdo le pasó por la memoria:

— ¿Y mis camisas — preguntó — qué se han hecho?

Clara respondió sinceramente:

— Todavía las conservo.

Y en seguida pensó con pena que «las camisas de Pablo» no eran más que un símbolo, el nombre de una de esas cosas muchas veces cambiadas... Se puso colorada. Pablo tomó de nuevo la palabra, acercándose:

— ¿En dónde están?

La pobre muchacha volvió los ojos y respondió, enseñándole la camisa de tela que estaba sobre la cama:

— Ahí tienes una.

El doctor estaba a punto de responder:

— ¡No!... las mías eran de seda...

Pero al querer abrir los labios, vio que las mejillas de Clara tomaban el color de la sangre, que sus ojos se llenaban de lágrimas... Y comprendió en el acto todas las miserias no confesadas y todas las necesidades sufridas, sin lucha posible, durante los años de ausencia, que se ocultaban en esa mentira...

Entonces, sintiendo que la emoción tocaba las más profundas cuerdas de su piedad de hombre, dijo simplemente:

— Es verdad... ya la reconozco...

Fin

 

Cuentos escogidos de los mejores autores franceses contemporáneos. París: Garnier Hermanos, Libreros-Editores 1893. Traducción española de Enrique Gómez Carrillo

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