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Marcel Prévost

"Envidia. Confidencias de una solterona"

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Envidia. Confidencias de una solterona

 

Para mí, cuya vida transcurre triste y monótona, será este día uno de los más agitados; no he tenido, sin embargo, mas que una visita: la de una antigua amiga, que vuelve a esta tierra, después de treinta años de residencia en París; treinta años de dicha, de felicidad inmensa, para ser víctima, después en la más horrorosa catástrofe y encontrarse sola, inconsolable.

He aquí la historia de Germana Eyron; merece ser conocida.

Fuimos compañeras de colegio; hicimos la primera comunión el mismo día; nos examinamos juntas muchas veces, y siempre unidas nos presentaron en el mundo.

Este último acontecimiento consistía en asistir una vez por semana a las modestas reuniones musicales que daban alternativamente algunos funcionarios públicos.

Mi aparición fue más brillante que la de Germana; y puesto que han transcurrido treinta años, puedo decir sin orgullo, que yo era la más bonita de las dos; la más bonita y la más rica, puesto que tenía dote de veinte mil duros, y Germana tan sólo ocho o diez mil.

Yo morena, ella rubia, con una carita de gato, sin más atractivos que los pocos años.

Pero los hombres ven las cosas a su manera, y aunque me llamaban La hermosa Luisa, hacían la corte a Germana,y no sentían hacia mí mas que una admiración platónica, inspiraba respeto, en una palabra.

¡Cuántas veces llegaron a mis oídos estas palabras: Luisa necesita por su belleza un Príncipe que se case con ella y la lleve a un Palacio encantado. Quizás tuvieran razón. Desgraciadamente los Príncipes se olvidaron de mí, pues nunca hicieron ningún viaje por aquella provincia.

El resaltado fue que me quedé para vestir imágenes, mientras que Germana, agasajada por todo el mundo, se casaba a los veinte y tres años con un inspector de Aduanas.

A las pocas semanas se iba a París, habiendo conseguido que dieran a su marido un cargo en la administración central.

Germana llevó la suerte a su matrimonio y fue aún más festejada que lo había sido de soltera.

Adoró a su marido y a sus dos hijos — ¡una niña y un niño, como en los cuentos de hadas! — y fue realmente un modelo de casadas. ¡Es tan fácil ser virtuosa cuando se posee la felicidad!

Mientras tanto la pobre Luisa envejecía.

Cuando pienso en estos treinta años de mi vida, me parecen ana interminable avenida de árboles, todos lo mismo ¡Qué hice en estos treinta años. Dios de mi vida! y ¿cómo puede soportar sin morirme de hastío, los innumerables días pasados en la misma monotonía? Pues bien mentiría si dijese que he sufrido en mi soledad, y después de pasar los treinta, la crisis de las solteras, pasó la fiebre, y me desperté un día resignada con mi suerte, hasta riéndome de ella.

Feliz y contenta, en fin, de mi libertad, arreglé mi vida para no aburrirme; he aprendido lenguas que no hablaré nunca con nadie, he formado proyectos de viaje que tampoco conseguí realizar, y por fin, haciendo un poco de bien a mi prójimo, gané la amistad de algunas personas.

¡Qué existencia! ¿Pero no vale más que la de Germana, hoy?

Toda su felicidad, que parecía interminable, se vino abajo en dos años.

Una apoplegía se llevó a su marido. Su hijo, que ya era oficial, murió en la última expedición colonial.

Le quedaba a Germana una hija viuda, madre de una hermosa criatura: la madre y el niño murieron de difteria hace quince días.

Sola, con los pocos recursos que el Estado concede a las viudas de sus empleados, aquí está de vuelta como un ángel herido de muerte. Hoy trasladaron aquí los restos de sus seres queridod, donde podrá ir, al menos, a rezar sobre su tumba. Y esta será su vida en adelante: deshacerse en lágrimas entre los sauces del cementerio, hasta unirse, como ella desea, con los ausentes.

¡Cuántas veces, en mis años de soledad, al recibir carta de Germana en que me hablaba de su marido, de sus hijos, tuve accesos de melancolía dolorosa, revolviéndome contra mi destino!

Henos ahora ella y yo en el mismo abandono, en la misma humillación; no tenemos mas que nuestra mutua amislad. Y verdaderamente, ¿no es mejor mi suerte qae la de esta infeliz, herida cuatro veces en lo que más quería?

Yo ahora desafío a la providencia a que me envíe una pena que me haga derramar esas lágrimas.

¡Cómo se miente una a sí misma! Escribo esto y las lágrimas me vienen a los ojos. Y lloro pensando que Germana me hablaba hace un rato de su casa, de su matrimonio, de su hermoso hijo y del otro precioso bebé que tendía, en su agonía, los brazos hacia ella. Sí, ha sufrido; no es ahora mas que un mar de dolores, pero ha amado, ha sido esposa y madre. Ahora al que tengo celos y envidia de sns tumbas, que son suyas, y sobre las cuales tiene el derecho de llorar, de llorar mucho...


Publicado en Revista Azul. México, 20 de septiembre de 1896.

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