Carta de Antonieta, doncella, a la señora baronesa de Rosemond.
Cumpliendo las órdenes de la señora, y según lo acordalo entre usted y el barón, le he acompañado hasta Rouen, a donde le trae la herencia de la señora de Varangeville.
Debía yo telegrafiar a usted si su esposo alteraba la fecha del regreso, o si decidía llegar de noche a París: no vaya a creer que lo eché en olvido; porque ante todo, y dispénseme que abuse de su confianza, estoy cierta de que la señora habrá aprovechado la ausencia del barón para tener una entrevista con el capitán Fontainebleau. ¡Es tanta la sujeción de la señora! Debía telegrafiarle, sí; pero sucede que las cosas han ido por diferente camino, y no con arreglo a nuestras presunciones.
No supe a tiempo lo que determinaba hacer el barón, y han ocurrido cosas que he de poner en su conocimiento. No se asuste la señora; esté tranquilo el capitán. No sólo se retrasa la fecha de regreso, sino que me apresuro a repetirle estas palabras del señor: «Aquí se está bien; voy a tomarme un par de días más.» Me lo ha dicho esta misma mañana.
Para mayor inteligencia de la señora, debo advertirle que, desde tiempo atrás, ahí, en casa, anda el barón al revuelo en torno mío. Nada dije a la señora; tratándose de una doncella como yo, no había porqué preocuparse de caso tan sencillo; añada usted que no soy amiga de chismes, y menos para llevarlos y traerlos del amo al ama, y del ama al amo; eso nunca. De lo que sí puede estar persuadida la señora es de que me mantuve firme, y eso que el barón estaba por demás enardecido, irresistible, tanto, que cuando le veía en una de las habitaciones del hotel, no me atrevía a entrar. Su audacia llegaba hasta cogerme por el talle y besarme a espaldas de la señora. La noche que fuimos a la estación y me hicieron ustedes subir en la berlina a su lado, porque el baúl iba en el pescante con el cochero, ¡si supiera la señora cuántos esfuerzos tuve que hacer para no gritar! Tengo muchas cosquillas, ya lo sabe la señora; pues bien, con eso basta para comprender si en ciertos casos es comprometido el oficio de doncella, sobre todo cuando se estima a los amos.
Únicamente por complacer a la señora consentí en acompañar al barón, pues segura estaba de que aprovecharía la ocasión de encontrarse solo conmigo para ponerse tonto y pesado. Así fue, en efecto. Trató de llevarme a su coche de primera, pero yo tuve la precaución de tomar la víspera mi billete en el Términus, y cuando vi que el señor sacaba el suyo, fuíme derechita a mi segunda. No me valió porque vino a buscarme. Tuve ¡ay! que sostener, hasta Nantes, una verdadera batalla, porque íbamos solos en el departamento. Por fortuna, en Nantes subieron unas religiosas, y el señor se marchó a su vagón respectivo.
Pero al llegar a Rouen, cogimos un coche para encaminarnos a casa de la difunta señora, y el barón tomó lindamente el desquite... Puedo jurar a usted que no gocé de relativa calma hasta que nos instalamos; y eso porque el barón no se atrevía a darme matraca en presencia de Joaquín y Úrsula, criados que sirvieron en vida a la que en gloria está, viejos con cara de pocos amigos, y aspecto de bedel uno y de hermana lega la otra. Me fastidia comer con ellos, y en lo que toca a este punto, ha sido feliz idea la de que acompañase yo al señorito, porque esta gente no sabe lo que es servir a una persona de alta posición. ¿Querrá usted creer que se han quedado haciendo cruces viéndome entrar esta mañana el agua templada al amo para su «tub»?
He procurado servir al señor lo mejor posible; pero me he visto negra para librarme de sus perrerías. Empeñábase, cuando no en que había de vestirle, como lo hace Francisco ahí, en que le echase agua por encima, pretextando que no hay en la casa medios de tomar duchas... Comprenderá la señora que tales servicios no son propios de una doncella. Pasé la tarde cómodemente, pues le entretuvieron fuera sus asuntos y no volvió hasta la hora de cenar. Pero la segunda roche exigió que me acostase en la habitación próxima, con el aquel de sentirse atacado de insomnios y dolerle el estómago, y de necesitar algo caliente a media noche para su alivio... ¡Era de ver qué cara ponían los viejos mientras arreglaba yo aquel cuarto! No disimulaban su enojo ni aun en presencia del barón. Joaquín rezongaba: «¡Inaudito, abominable!» Y la vieja: «Es vergonzoso que una perdida se acueste aquí, junto al cuarto de la señora que era una santa.» Yo fingía no oirlo; pero ¡calcule usted si es duto que llf men a una perdida, siendo tan honrada como yo soy! Digo, ya lo sabe la señora.
Demasiado conocía cuáles eran las intenciones del barón; así es que por la noche atranqué la puerta. Dormía tranquilamente, cuando me despertó el estruendo que armaba él, golpeando y queriendo abrir. Híceme la sorda hasta que empezó a gritar: «¡Antonieta, Antonieta!» Le contesté: «¡Señor!...» «Antonieta, me duele el estómago; hazme una taza de manzanilla, hijita.»
Yo pensé: «No será el estómago precisamente lo que le trae inquieto al señor; pero debo obedecerle.» Media hora después estaba a punto la manzanilla. No hubo más remedio que ir a llevársela, y una vez en su cuarto, volvió a la carga, y de tal modo, que hurtando el cuerpo, no pude librar la taza de sus acometidas, y al suelo fue con todo su contenido. Viéndome compungida y acongojada, asióme el señor las manos, me besó, díjome que me quería desde hace tiempo; que se encargaría de mi porvenir si era yo complaciente; que amueblaría un cuartito para mí cerca del hotel; que era demasiado guapa para continuar siendo doncella, etc. Le di las gracias y contesté a todo aquello que no veía medio de servirle.
—¡Canastos! —replicó—. ¿Qué es lo que quieres? ¡Será que no te guslo!
—Ya sabe que sí. El señor barón es buen mozo y cautiva a todo el mundo.
— ¡Pues entonces!... ¿A qué esperas si no le desagrado?
—Se olvida usted de la señora baronesa; y aun sin eso, he de decirle que soy virtuosa y honrada.
—Nada descubrirá la señora, tontita; en cuanto a lo otro, no es mi ánimo que te abandones y te des a la mala vida; quiero, por el contrario, que seas prudente y juiciosa, como lo eres hoy, después que estés instalada en tu cuartito... Te buscaré labor para que no te aburras en casa...
Extremó el señor los ruegos y las insinuaciones; pero bien vio cómo le rechacé y resistí, y bien se convenció de que no es tan fácil rendir a la que lucha por conservar su virtud.
Al fin se enfadó; llenóme de improperios y me ordenó que volviese a mi cuarto, echando la llave al suyo. Afligióme haberle enojado y puesto fuera de sí, aunque era grande mi satisfacción por poderme acostar tranquila. Con todo, atranqué de nuevo la puerta para estar más segura; ¡ya sabe la señora cómo son los hombres!...
Pero no hubo novedad; en toda la noche no volvió a a molestarme.
La mañana del lunes me puso un hocico de a palmo; parecía furioso; ni me habló. Deseaba preguntarle si pensaba marcharse el martes per la mañana; pero, dispénseme la señora; viéndole tan hosco, no me atreví a romper el fuego. Estuvo fuera toda la tarde, según acostumbra; no comió en casa; a las ocho y media metióse en mi habitación diciendo:
— Antonieta, prepara tus cosas y las mías, porque nos vamos en el tren de las diez.
—¿Mañana por la mañana?
— No; esta noche, dentro de un rato. He concluído mis asuntos y no quiero pasar otra noche en esta cochina ciudad.
¡Comprenda usted mi angustia! No podía a tales horas avisarles por telégrafo, y bien se me alcanzaba que cuando llegásemos a media noche la señora estaría con el capitán, en el hotel o fuera del hotel.
El barón advirtió que me había disgustado la orden, y repuso:
—¿Qué te pasa? ¿No has entendido? ¿A qué pones ese ceño?
Entonces tuve una ocurrencia dichosa:
— Sentiré que el señor apresure el regreso por haberse enfadado conmigo. No quise disgustarle... ¡Si hubiera sabido que ros ibamos esta noche!...
Desarrugósele el entrecejo como por ensalmo.
—¿Qué habrías hecho, di?... ¿No hubieras sido tan cruel?
Y me acariciaba la barbilla... La verdad, no me atrevía a rebelarme contra sus mimos... Al cabo, todo era perdonable con tal de que fe nos escapara el tren. Mirándome tan mansa y sumisa, se puso tierno como la víspera... ¡Estrechábame, oprimíame con tales apasionados extremos! Y si yo le rechazaba, era suavemente, bromeando, riendo. Le insinué:
— Mire el señor que no vamos a tener tiempo para alcanzar el tren.
— ¡Valiente cosa me importa a mí el tren!—contestaba.
¿Y cómo decírselo a la señora?... No era fácil prolongar aquel juego inocente para que todo quedara en risas y estrujones... Hubo que sucumbir, que pasar per donde el señorr quería. No ne cansaré de repetir a la señora que no había otro medio de retrasar el viaje...
No necesito decir a usted cómo acabó la ncche. El barón no permitió de ningún modo que cerrase la puerta de mi cuarto; verdad es que maldito si importaba ya semejante precaución.
Imaginaba que partiríamos esta mañara en el tren de las ocho. Pero es el caso que ahora sale el señor barón con la gaita de que no piensa ir a París tan pronto; es más, asegura que Rouen le agrada, y me propone que hagamos algunas excursiones por el campo.
He sido tranca con la señora. No dude de que le he dicho la verdad pura, y que he obrado así solo por servirla. Si los viejos le escriben otra cosa distinta, nc será sino embuste y patraña. Lo que sí deseo es que me diga lo que debo hacer. Si lo manda, volveré a París sin pérdida de tiempo. Si prefiere lo contrario para gozar de algunos días de libertad, fácil ha de serme legrar que siga en esta su esposo.
El señor, es muy exigente, y después del servicio del día, la verdad, me fatiga demasiado; pero si usted desea que permanezcamos aquí, lo haré de buena gana, por afecto a la señora, consolándome el pensar que contribuyo a que la señora y el capitán sean felices.
Publicado en la revista "Flirt" de Madrid, 23 de noviembre de 1922 |