I
Desde el mesón del Morrudo, como se le llamaba en la comarca a su dueño, por sus gruesos labios, verdadera geta de orangután, erizada de una áspera maleza de encrespada barba gris, se distinguía en la cumbre de aquella colina, poblada de coscojas, el convento de Franciscanos, una gran casa blanca cuadrada, que asomaba sus muros de filas de ventanas entre la urdimbre de copas de las últimas encinas. Y tanto como desagradaba a-la vista el aspecto innoble del ventorro, sucio y maltrecho, con cierto aire de bandolero, de asilo de clásicos bandidos de trabuco, placía a los ojos la nota del monasterio tan enjalbegado y grave, destacando su mole tranquila sobre la empinada masa verde de las frondas, aumentando el contraste el ruido que armaban en la posada los arrieros que allí se detenían con sus recuas, gritando, jurando y blasfemando, y haciendo coro al amo del tugurio en sus cuchufletas y amenazas contra la santa morada, y el silencio solemne de ésta, interrumpido únicamente por el sonar de la campanita tocando a las horas canónicas, y convidando a la meditación y al recogimiento.
Quizá la casa plebeya y rural odiaba al monasterio apacible y beatífico, como odia todo lo desordenado a lo metódico, lo que se arrastra, a lo que se eleva; pero si esto no pasaba de una hipótesis, era un hecho inconcuso que el hostelero aborrecía de muerte a los frailes. Preciábase el Morrudo de radical y avanzado de ideas, y a cualquier hora que se penetrase en la cocina de su vivienda, y con cualquier ocasión, oíasele en seguida soltar de su boca sin dientes, negra como un agujero de reptil, una sarta de denuestos contra los monjes y una retahila de pretendidas bromas soeces, que casi nunca venían a pelo, y que por su énfasis revelaban el prurito de aparecer ante el público de arrieros como hombre fuerte, como espíritu varonil. No sonaba una vez la campana sobre las encinas que el rabioso clerófobo no exclamase entre dos tacos:—¡Ya están dándole al badajo! ¡Si tuvieran que hacer lo que yo no se ocuparían tanto de ese esquilón que no deja parar a nadie con sus soniquetes!—Solía suceder que, permaneciendo en la puerta de su venta en las tardes de verano tomando el fresco en los ocasos, acertara a pasar por la carretera, ante la que se alzaba la finca, alguna pareja de Franciscanos que regresaban a su retiro, bien de legos con sus limosnas, bien de padres; y sin respeto, no ya al religioso, pero ni siquiera al prójimo, al transeúnte pacífico y sagrado en su indefensión, allá escupía a gritos procaces el posadero su baba venenosa, vociferando:—¡Bueno! Ya hemos hecho hoy nuestra saca de hurón!— O bien canturreando con burlón acento: —Cuando salen los murciélagos tan pronto, tiempo revuelto.—Los pobres monjes, sumisos y pacientes, perdonaban la injuria y seguían en silencio su camino.
Había aprendido su retahila demagógica de oirla a cuatro exaltados del pueblo cercano, pues no se dignaba saber leer, y a cada paso repetía el consabido programa de trocar en horcas para colgar hábitos a las más copudas encinas del bosque, y de convertir el convento en fábrica. En su fuero interno, y aunque no lo tradujera en palabras, seguramente lo que él hubiera instalado en el vecino monasterio hubiera sido una buena posada por su cuenta y sin pago de alquiler. Todas sus diatribas acababan lo mismo: era preciso llegar a un nuevo 93. En buen aprieto habríase encontrado si alguien le hubiera pedido noticias de semejante fecha.
Pero la bilis del Ventero llegó a su colmo un día en que a la puerta de su casa jugaba su hija, una linda rapazuela de cinco a seis años, fresca como una guinda y única que le quedaba de cuatro que habían ido a reunirse con su madre en la eternidad. Y fue ello que, pasando un fraile, encantado de la criatura le hizo una caricia, a la que la niña no se mostró rehacía. Cuando su padre lo advirtió corrió a la pequeña, la riñó hasta arrancarle las lágrimas con sus voces, y las injurias atronaron los aires. Gracias a que el monje estaba ya lejos: que de estar cerca quizá hubiera recibido algún golpe de semejante fiera.
II
Una noche, de madrugada, oyéronse en el silencio de la hora y del campo gritos angustiosos de varias personas pidiendo auxilio, y de pronto iluminó la densa obscuridad una llamarada enorme que elevó en el espacio su penacho coronado de chispas. Habíase prendido fuego en la posada, y corriendo un recio huracán que venía silbando de la montaña, el incendio adquirió tales proporciones, que en un cuarto de hora escaso convertíase el mesón en una gigantesca hoguera.
Sus moradores habíanse puesto en salvo, afortunadamente, y vestidos de cualquier modo, como sorprendidos en el profundo sueño, iban y venían atortolados ante el gran portón, lanzando gritos de terror, en tanto que dos asnos, con los pelos chamuscados, salían despavoridos por una puertecilla de la corraliza. Nadie llegaba en socorro de aquellos desdichados; el pueblo hallábase lejos, y aun no tenía tiempo de haber acudido, suponiendo que se hubiera percatado del incendio.
Pero Dios velaba por ellos. Súbitamente desembocó por la carretera, viniendo del encinar, una masa negra y compacta. Cuando estuvo cerca del mesón, el resplandor del incendio la iluminó y vióse entonces una tropa de hombres que llegaban a la carretera, que con sus amplias vestiduras pardas resultaban en el reflejo de las llamas como siluetas de aparecidos. Traían los hábitos abiertos y recogidos por delante, como los capotes de los soldados, y conducían cuerdas, picos, escaleras, cubos y hasta una cubeta con ruedas tirada por una muía, la cual cubeta se adivinaba repleta de agua. Eran los Franciscanos que, percatados de la catástrofe, se apresuraban a prestar la ayuda que sus medios les permitían. Y arribaron, y con el mayor orden, bajo la dirección del prior, un venerable septuagenario, flaco, pero duro, comenzaron a atacar el incendio, entrando por el portalón, por la puerta del corral, por las ventanas que lo consentían, gracias a las escalas; pronto se les descubrió en el tejado manejando los picos.
Repentinamente el mesonero se acordó. Estaban allí la moza del cántaro, el criado gañán, dos trajinantes que pernoctaban, pero ¿y su hija? En el aturdimiento del terror nadie se había acordado de ella. Lanzó un alarido: ¡La niña, la niña! Un fraile se asomó con ella en brazos, por una ventana; aplicaron otros dos una escalera, y el heroico salvador descendió con su preciosa carga; en pos suyo salieron persiguiéndole las llamas. Estaba ilesa, y ni siquiera lloraba sobrecogida de espanto. Cuando los vecinos del pueblo acudieron, el incendio estaba dominado, si no extinguido, y la casa era punto menos que un montón de escombros. El posadero miraba a los monjes como un idiota. ¿Qué pasaba en su alma? Por fin se postró llorando a sus pies. Y esta fue la venganza de los Franciscanos. |