Cuando el pobre Cleto oyó pitar a lo lejos la locomotora y vio entrar el tren en la estación, se le quitó un peso de encima. Todas aquellas malas noticias de descarrilamiento circuladas, porque sí, entre las gentes que esperaban en el andén, en vista del retraso del correo, eran inexactas. Dentro de unos instantes estrecharía contra su pecho, porque pensaba darle un soberano abrazo, al suspirado trombón que el alcalde había comprado para la charanga del pueblo, y que él, como futuro tocador del instrumento, se hallaba encargado de recoger.
Su impaciencia le lanzó al mostrador de equipajes el primero, y allí, después de llevarse un susto tremendo porque el talón no parecía entre el fárrago de papelotes de su cartera de cuero, abarrotada como cumplía a su importante cargo de alguacil, presentó su documento y trémulo de emoción recibió el trombón metidito en su funda, que venía en gran velocidad, por la urgencia de completar la charanga antes del día de la patrona. Luego, atropellando a la gente, sin contestar a los insultos y palabrotas que a cambio de sus codazos y pisotones le dispararon los que detrás de él aguardaban turno, con su instrumento bajo el brazo, con el espíritu lleno de una felicidad que se le asomaba al rostro bañándoselo de luz, salió a la plazoleta de la estación, desató al rucio amarrado con el ronzal a una cerca, lo aproximó a un guardacantón, montándose a horcajadas sobre la enorme albarda, le pegó un par de talonazosen la barriga, cuidando antes de colocar de la mejor manera la preciada carga, y el jumento, obedeciendo al elocuente mandato, tomó por la carretera adelante.
Pronto un deseo natural brotó como una chispa en el pecho del palurdo: probar el instrumento. El pueblo distaba apenas una hora de la estación del ferrocarril, pero de tal suerte anhelaba Cleto sentir en sus labios el frío roce de la boquilla de metal, que se le antojó que entre uno y otro punto había lo menos dos millones de leguas. Después de todo ¿no era él «el profesor» encargado en la charanga del trombón? ¿Qué de particular tenía entonces que quisiera experimentar por sí propio la bondad de la casa constructora? Pero el lance era que el rótulo de la funda traía el nombre del alcalde, y además de sus broches venía la envoltura de cuero liada con una cuerda. Abuso de confianza. Ya sabía él como alguacil de lo que se trataba. Y exhalando un suspiro, con los ojos muy tristes, se contentó con talonear de nuevo al rucio, ansiando comunicarle su impaciencia para llegar cuanto antes.
Pero la voluntad no había Vencido aún en la contienda. A los pocos pasos sintió de nuevo el mismo aguijonazo, y miró y remiró el instrumento como buscando un punto vulnerable por donde atacarle. Súbito lanzó un grito de alegría. ¡Ah, sí, sí! No se equivocaba. El rótulo iba pegado al cuero, pero sin coger la cuerda. ¡El alcalde qué sabía si la funda venía o no atada! Circunstancia tal era un detalle que llegando incólume el trombón no se averiguaría nunca. ¡Ea! Sin Vacilar. Y concluyendo su monólogo sacó del bolsillo de la chaqueta una navajita y, en un dos por tres, cortó por varios sitios el recio bramante, mientras el pollino, no sintiendo en sus peludos ijares el taloneo del amo, dejaba el trote, y advirtiendo con íntima satisfacción que no se le espoleaba, se decidía por el tranquilo paso corto, que era el de los dulces sueñecillos andando.
¡Qué limpio, qué reluciente, qué hermoso! ¡Del último sistema, como los que tenía la banda del regimiento de línea que guarnecía la capital de la provincia! Rojo como la grana de emoción y de júbilo, después de sujetar con cuidado la funda bajo un muslo, porque en el traqueteo de la marcha corría peligro de rodar al suelo la envoltura, fue contemplándolo con toda detención unos instantes, examinándolo pieza por pieza, en tanto que un aluvión de pensamientos de color de rosa se le precipitaba en la mente. Pronto, en seguida, en el clásico aniversario de la santa patrona del pueblo, él, excitando la envidia de sus rivales y enemigos, se encontraría con su dorado instrumento ante el atril de hierro, ¡tocando en la plaza! De seguro que en la diana, en la procesión, en el paseo, iba a ser el héroe de la fiesta. ¡Buena rabieta les aguardaba al clarinete y al cornetín! A probarlo. Con lentitud, retardando adrede el momento, apoyó la boquilla de metal en sus labios, cerrando los ojos de placer. Los abrió luego y miró a uno y otro lado. Estaba completamente solo. Por la carretera no se distinguía un alma; a derecha e izquierda dos desiertas viñas que se perdían en las ondulaciones del terreno. Sin soplar jugó las llaves, que produjeron un seco piñoneo, y por fin hinchando los carrillos, tocó un acorde rápido a pleno pulmón.
Fue una cosa horrible. Por la campana del instrumento, duro por el desuso, y manejado por una boca y unas manos todo lo filarmónico que consiente un humilde pueblo, salió disparado algo como un huracán que estalló en el aire con un crugido estridente. El pobre burro, que se había decidido al cabo por el reposo, sorprendido en lo mejor de su sueño por el trompetazo, «Volvió en sí» de pronto, aterrado aguzólas orejas, sacudiendo al espacio un par de coces, dio a la vez una huida, salió a escape con la velocidad de una bala, y mi hombre, que iba en un completo descuido, allá se apeó por la cabeza, hecho un ovillo, sin soltar el trombón, cayendo en el camino de bruces, en tanto que el animal desaparecía a lo lejos al galope. Tan instantánea resultó la cosa, que el pobre Cleto no tuvo tiempo de agarrarse, y rodó, quedando tendido sin conocimiento por la violencia del golpe.
Unos cavadores de la Viña habían visto la catástrofe, y acudieron en auxilio del alguacil, al que levantaron del suelo, conduciéndole a una fuentecilla próxima. Allí le dieron un trago de aguardiente de una calabaza, y le lavaron bien la cara, cubierta de sangre de la nariz y arañada por la tierra. Por fortuna no existía lesión alguna, gracias a que el piso de la carretera, recién recompuesta, y de amén ablandado por la lluvia, estaba aún muy movido. En cuanto Cleto recobró el sentido, acordóse en el acto del trombón. ¡Dios mío! ¡Se habrá destrozado!, pensó. Con una angustia suprema, sin acordarse de sus dolores, que no eran pocos, pidió el instrumento, y con efecto, sin duda por haber caído sobre él de mala manera, hallósele en un estado tan deplorable como el de su persona, con la espiga de la campana tronchada, un cilindro torcido y dos llaves rotas. Entonces el desdichado miró a sus salvadores con estúpido reproche, cual si les acusara por su salvamento, y rompiendo a llorar, exclamó con un sollozo que le ahogaba:
— ¡Y mañana que es el día de la función!... |