"Lobito" Capítulo 1
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Lobito |
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Capítulo I El pobre animal salvó la vida casualmente; no la debió a la piedad, sino al cálculo. El titiritero que había venido al pueblo buscando la animación de las ferias y que en la plaza tenía establecido su tinglado de lona, era grande aficionado a la caza y un tirador de primera. Casi todas las mañanas se internaba en el monte con la escopeta al hombro, sin importarle un ardite las alpestres soledades y sin miedo a los lobos, a los que el hambre arrastraba hasta las aldeas en aquel invierno crudísimo en que, apenas entrado noviembre, se cubrieron de nieve cumbres y valles. Y un nuboso día en que regresaba por una trocha abierta para el ganado, entre la maleza, sucedió lo que no podía menos: se los encontró. Iba abstraído, con el arma colgada del portafusil, acelerando lo posible el paso porque el chubasco se le venía encima a la carrera, cuando oyó delante de él castañetear de dientes; alargó la cabeza por instinto y con la prontitud de un relámpago se puso a la defensa alzando el gatillo. Mirándole con sus grandes ojos ascuas, abierta la boca enseñando dos filas de colmillos capaces de triturar piedras, las orejas aguzadas, en punta, hallábase plantado cortando la trocha un lobo enorme; el hambre debía de acosarle porque en todo su continente, en su actitud resuelta, se adivinaba el propósito de acometer. No huía; sorprendido también aguardaba examinando la casta de enemigo que le deparaba la suerte. Detrás del animal, refugiándose entre sus patas, se distinguía otro de igual especie, jovenzuelo, inquieto, asustado, de pocos días; se trataba sin duda de una hembra con su cría, lo que aumentaba la gravedad del encuentro. El cazador era hombre sereno y avezado a los peligros. No perdió su sangre fría ni vaciló un instante; echose el arma a la cara, apuntó con detenimiento y disparó. La fiera recibió el tiro a boca de jarro en mitad de la frente y cayó redonda al suelo donde quedó inmóvil, tendida. El titiritero, prudente siempre, armó el cuchillo de monte y se acercó cauteloso a la alimaña: estaba muerta y bien muerta. La bala le había destrozado el cráneo y la pobre cría, aterrada, comprendiendo con su instinto lo acontecido, acostada junto a su madre gemía plañideramente lamiendo la sangre que le brotaba de la herida. El primer impulso del acróbata fue ensartar al animalucho y acabar con él, pero era un animal tan lindo que se detuvo. A la verdad, poseía una estampa muy singular. ¡No parecía lobo, no! Piel tórtola, no muy peluda, suave, ojos como topacios, una buena cola y una cabeza fina con cierto donaire. De pronto la contemplación de la cría hizo surgir en la mente del cazador una idea, un punto de luz. -¡No lo mato, no!, exclamó apartando el rifle. A lo sumo tendrá un mes. Le domesticaré. Y véase cómo la cuadrilla de acróbatas que trabajaba en las ferias de aquel pueblo, se aumentó por casualidad con un compañero de cuatro patas, que seguramente no contaba al nacer con verse delante de un público que aplaudiese sus habilidades como si se tratara de una persona. |
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