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Alfonso Pérez Nieva

"La llegada de la primavera"

Biografía de Alfonso Pérez Nieva en Wikipedia

 
 
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La llegada de la primavera
 

I

Llegado al balcón, mirándose en el espejillo portátil colgado delmarco de la vidriera, bañada la redonda cara de jabonadura y manejando la navaja con agilidad del más hábil barbero, afeitábase D. Facundo para irse después a dar una vuelta por el mercado, según costumbre de siempre en las temporadas en que se venía al pueblo huyendo de la Corte. De cuando en cuando, interrumpía el buen señor su limpieza capilar para suavizar el filo, y mientras pasaba y repasaba el acero por la correa echaba hacia fuera una miradita curiosa. Desde aquel balcón veíase el huerto de la casa, y prolongándose al frente se distinguían, entre compacta greca de ramaje y divididas en dos bandas por el ancho surco de un reguero, las simétricas filas de legumbres como custodiadas por los esbeltos frutales desnudos de hojas; más allá cabrilleaba el agua de la alberca; en la rinconada próxima dábale vueltas a la rueda de la noria un borriquillo enano, y a lo lejos, por encima de las tapias, asomaban los edificios de la villa, con la puntiaguda torre de la iglesia en medio y recostados en los obscuros olivares de las laderas del fondo. La mañana estaba hermosa y tranquila; ni la más leve nube entoldaba el cielo, y el sol, creído ya de que corría Junio en lugar de Marzo, disparaba sus rayos a los árboles, extrañando de que todavía no verdeasen las copas de los troncos.

Una de las veces en que suavizaba D. Facundo la navaja, oyó risas en el huerto; alargó el cuello y miró con cautela cuidando de que no le viesen. Inclinada sobre la tierra, almocafre en ristre, Marta, la hija del hortelano, arrancaba presurosa una magnífica lechuga, mientras Luis, el sobrino de D. Facundo, de pie derecho ante la moza, hablábale con no escaso fuego, a juzgar por lo que manoteaba. Ella se reía a gritos; él la chicheaba para que bajase el tono y ambos parecían enredados en un interesante coloquio.

—¡Hola! ¡hola! —murmuró D. Facundo— ¿Esas tenemos? ¡Vaya, veamos en qué paran tales misas!

Por fin Marta se irguió con su lechuga chorreandito humedad, soltó el podón y se dispuso a marcharse. Federico le cerró el paso, la retuvo por el delantal y le cogió una mano, que ella trató de retirar con violencia, y entonces el joven, antes que la chica pudiera evitarlo, le echó un brazo por la cintura. Pero Marta era ligera como una avispa, echose atrás esquivando la acometida y descargó una bofetada al osado galán, que se le ladeó por instinto, alcanzándole sólo las puntas de los dedos de la muchacha. Luis se apartó, y la hortelanilla, libre ya la senda, echó a correr y se refugió en la casa.

—¡Bah!, Bah! ¡Qué torpes son los pollos de hoy día!...—dijo D. Facundo retirándose de la ventana.— ¡Ciertas fortalezas no se ganan sino con ofrecimientos!

 

II

—¿Se puede pasar?

—Adelante, hija mía.

—¿Pongo el chocolate en la mesa?

—Ponlo si gustas, pero antes haz el favor de recoger los chismes de afeitar y de llevarte ese navajero, que ya está sucio.

Marta entró en el cuarto y se acercó al balcón para cumplir la orden de su amo, y D. Facundo, siguiéndola con ojos de codicia, pero fingiendo que no la miraba, se quedó contemplando con deleite sus andares seguros y graciosos, la prominencia de sus caderas, la esbeltez de su talle, sus hombros altos y firmes, y su seno espléndido, estallando en las angosturas del corpiño. Poco a poco, fascinado por la ruda pero incitante emanación de carne que de su cuerpo desprendía la muchacha, se fue acercando a ella el sesentón de D. Facundo y devorando con la vista el nacimiento de su cuello de estatua, le dijo a la moza con voz amable y melíflua:

— ¡Sabes, hijita, que va a ser cosa de envidiar a tu marido el día en que te cases!... ¡Cuidado que te has puesto guapetona!...

María era lista de suyo y no se le escapó la intención de la lisonja. Bajó los ojos, se lo enrojecieron las mejillas, la sangre le dio un vuelco y sin atreverse a mirar a su amo murmuró alarmada: ¿habrá que repetir los cachetes?... ¡demonio con los señoritos!... Después descolgó el espejo, lo llevó a su sitio, guardó las navajas y esforzándose por dominar su rubor cogió el cacharro del agua sucia para llevárselo.

Pero D. Facundo, alentado por el silencio de la muchacha e interpretándolo como señal favorable a sus designios, se aproximó de nuevo a ella y le dijo sonriente y alborozado:

—¡Ya sabes tú que eres muy hermosa, picarilla, y que harías la felicidad de alguien si quisieras!...

Luego, de pronto, como impulsado por una sacudida epiléptica, se pegó materialmente a la hortelana, le habló al oído dos palabras con expresión maliciosa, resplandeciéndole las pupilas con ardiente chispeo, y lo que le dijo debió ser tan rudo e insinuante que la muchacha palideció, encendiéndosele después el rostro hasta por las sienes; con un arranque repentino alzó el brazo y sin dar tiempo a D. Facundo para defenderse, le descargó una puñada, que el pobre señor no pudo evitar como su sobrino Luis, sino que la recibió con toda su fuerza en el propio rostro. Enseguida, arrogante y airada, echó al pobre hombre una mirada iracunda y salió de la habitación, diciendo con rabioso enojo y medio entre lágrimas:

—Agradezca usted que no diga a mi padre nada, mirando los años que hace que come el pan en su casa de ustedes!... ¡Vaya con los madrileños!... ¿Qué mosca les habrá hoy picado?...

 

III

—Tío —dijo Luis ofreciéndole a D. Facundo la hoja del almanaque de pared, para que leyera la miscelánea del reverso— estamos a 20 de Marzo; ¡hoy entra la primavera!...

—Hombre, sí —repuso D. Facundo con malicia— la he visto llegar al huerto y por cierto que ese arañazo que te cruza el rostro me hace sospechar que la has encentrado y que ha debido rozarte con sus alas...

Luis sospechó que su tío había presenciado desde el balcón la expresiva respuesta de Marta a sus ansias amorosas y fijándose a su vez en la hinchazón que le abultaba la cara por un lado a D. Facundo, desfigurándosela, replicó el ladino mozo con no menos sorna:

—¡Pues a juzgar por esas señas, querido tío, también ha pasado por junto a usted, porque tiene ese carrillo como un tomate!...

D. Facundo no respondió al pronto; luego se echó a reir, y cogiendo a su sobrino del brazo, le dijo con tono de zumba:

—Sí, ha pasado por cerca de mí, sobrino, pero no se ha contentado con rozarme con sus alas como a ti, sino que me ha dado un puñetazo que me ha vuelto loco...

Después refirióle a Luis lo ocurrido y concluyó llevándole hacia la puerta:

—¡Vamos a desagraviar a esa muchacha y a tomar chocolate!...


Revista azul, México, 7 de junio de 1896.

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