Aquel súbito repiquetear de las campanas que lanzó al espacio la cabeza de la torre, coronó la catedral con un himno de alegría. Al Gloria ferviente brotado entre la niebla del incienso en el presbiterio, bajo la vieja nave gótica, respondía el alto mechinal entonando el canto de la resurrección con sus lenguas de bronce. Fue un estallido de notas. Diríase qué los esquilones, mudos durante dos días, desentumecíanse y arrojaban al aire las vibrantes voces, abiertas las alas.
Buen rato duró el concierto sacro en la cúspide de la torre, sin cesar de contestarse las campanas unas a otras. Sobre el coro de voces finas de las pequeñas, atropellándose en un volteo loco, resaltaba de cuando en cuando el acento de la mayor, pausado y grave, como si pretendiera ponerlas en orden. Tenían aquellas campanadas ecos de triunfo. Por su lengua argentina hablaba la divina palabra, promulgando su inmortalidad; y mientras la serena mañana envolvía con su luz la catedral, y el sol encendía sus agujas ojivales y sus vidrieras de colores, allá iban volando, volando a los cuatro vientos, las celestes armonías, como un manantial de inagotables burbujas.
Al cabo cesó el volteo, y entonces las
aves, los únicos seres que podían distinguirlo, vieron en el aire una cosa singular. Algunas, después de volar a lo largo de los campos, otras en seguida de tender el vuelo desde la torre, todas en las alturas del espacio, iban tomando forma corporal las campanadas conforme subían;, contornos suavísimos de doncellas delgadas, apenas envueltas en jirones de nubes, suelta la flotante cabellera, remontándose con actitudes de pájaro, pero sin ayuda de alas, como si pesaran menos que el aire y ascendieran por propia virtualidad. Venían de los cuatro confines de la tierra en bandadas y sueltas; ya un compacto pelotón, ya una sola. Y al encontrarse sonreíanse con una sonrisa llena de claridades de amanecer, y se miraban con sus ojos henchidos de parpadeos de estrellas.
Pero lo extraño de tales mujeres no era su aspecto de sombras con vida, su falta de pesantez que dejaba sospechar la absoluta carencia de carne en sus cuerpos, sino su voz. Al reunirse se hablaban, y su acento no resultaba humano; tenían vibraciones sonoras, dejos metálicos, timbres de bronce de tonos distintos y afinados que repercutían en el aire ondulando; tenían por palabra una campanada, pero una campanada jubilosa, radiante, espléndida, de gran alegría, que hacía brillar los átomos en la misma luz matinal a pesar de los rayos del sol. Y venían todas cantando por el espacio, entonando himnos de fiesta en los que brotaban alabanzas y salutaciones.
—Somos las campanadas de la catedral de las catedrales—cantaba un grupo de aéreas deidades de ojos azules y cabellos de trigo, con unas vocecitas finísimas, «ojivales»—la de Colonia, la de encaje, la construida sobre los bloques de la leyenda, la que por primera vez hizo tocar la campanilla al alzar para que la muchedumbre se arrodillase. Nuestro vuelo de Pascua bebe su frescura en el Viejo Rhin, el sagrado río germánico, y al oírnos galopar sobre sus tejados agudos, toda la ciudad se estremece con el inquebrantable orgullo de su Edad Media.
Otras deidades blancas también, de cabellera más obscura, de igual acento argentino y tenue, con inflexiones que recordaban lo aéreo del gótico, venían cantando:
—Aquí estamos las campanadas de la catedral «latina», de Nuestra Señora de París, la que triunfó de los albigenses. Desde el siglo XIII glorificamos la Resurrección con nuestros acentos, y a pesar del olvido de su pasado, todavía la gran capital se arrodilla al oírnos, y reza y nos ama.
—Nosotras somos las campanadas del monasterio del Escorial—cantaba un pelotón de ronco y grave tono, lleno de austeridad—y todas las Pascuas volamos desde sus mamposterías greco-romanas, caemos de la montaña para recordar a los españoles que la fe católica fue la piedra miliar de su grandeza. El espíritu de Felipe II vive en nuestros badajos.
—Aquí llegan las campanadas de la Giralda—y las beldades que así gritaban eran de tez morena y negro pelo, y sus ojos resplandecían como los de ningunas otras viajeras, pareciendo más mujeres que ángeles. Nosotras somos las de la Semana Santa de fama universal, y nuestros benditos ecos, al azotar el aire, le dejan impregnado de olor a jazmín. Nosotras cumplimos con la Iglesia, y después de entonar el hirnno de la Pascua, volteamos el de la feria. ¡Viva la cristiana Sevilla!
Las campanadas germánicas, las francesas, hasta las bravias escurialenses, acentuaron la luz de su sonrisa al oír a las andaluzas. Y se entremezclaron cogiéndose de las manos y besándose con besos que eran otras tantas tocatas de carrillón. Las deidades históricas seguían acudiendo. Tan pronto sonaba el bordón del templo de Strasburgo, como el campanile de San Marcos de Venecia.
Apartada de las demás, la cabeza baja, el desaliento en el semblante, manifestando una honda tristeza, volaba una campanada solitaria. Se la hubiera tomado por la imagen del dolor. Rehuía el acercarse a sus compañeras, y caminaba muda. Había sido advertida sin embargo.
—¿Quién es esa?—preguntó con tintineo de plata una campanada de la catedral de Toledo.
—No lo sabemos—la replicó la mesurada esquila de la cartuja de Pavía.-
—¿Qué le pasará?
—Va llorando.
—Es la única triste de la Pascua.
El desfile de aéreas beldades proseguía. Detrás de las campanadas históricas remontábanse las campanadas humildes, las escapadas de las torres vulgares, de las iglesias no monumentales, de las fábricas donde no hay nada grande sino la oración. Y también cantaban todas su himno.
—Nosotras somos la alegría del campo, y cuando la Pascua nos despide de la torre, la Naturaleza entera sonríe al sentirnos caer sobre ella como un rocío de amor. La primavera es la más hermosa de las cuatro estaciones, porque la bendicen nuestras campanadas.
—Nosotras venimos del mar, y cuantos buques encontramos a lo largo de la costa nos saludan con sus salvas, sus sirenas o sus velas. Es una voz que no desoye nunca el navegante, porque bajo las amenazas del Océano se nos ama como desde ningún otro sitio.
—Nosotras procedemos de la selva, y allí nos hacen el coro saludando a la Resurrección los pinos con sus liras y la brisa con su flauta. Y cuando nos desparramamos por el arbolado, todas las copas «prorrumpen» en un sollozo,
—Las soledades de la cordillera nos idolatran, y cuando turbamos el imponente silencio de las alturas, las rocas repiten nuestra voz y las cañadas se quedan murmurando con respetuosa entonación nuestros acentos.
—Nosotras apenas volamos un kilómetro a la redonda—decían con su vocecilla apagada, de timbre débil, varias campanadas de ermita;—pero no nos faltan dos altozanos que abren todas sus amapolas cuando escuchan nuestra música.
—Nosotras también—agregaban otras campanadas de cascado tono procedentes de la espadaña de una vieja abadía— alcanzamos escaso terreno con nuestra destemplada esquila; pero nos basta con que nos quiera la huerta de nuestro convento.
La campanada triste quedábase atrás gimiendo, sin poder seguir a las demás en su ascensión. Por su rostro pálido de aparición sobrenatural resbalaban unas lágrimas, que se convertían al caer en luceros brillantes.
Al cabo otras campanadas humildes se compadecieron de ella y le hablaron.
—¿Te cansas, hermana?
—¿Quieres que te ayudemos?
—¿Por qué lloras así?
—¿Qué te sucede?
—¿De qué torre eres?
La campanada solitaria las consideró con su mirada de infinita dulzura, mirada de Dolorosa, y exclamó con una voz que tenía ecos de fúnebre doble:
—Vosotras subís al cielo llenas de alegría, porque habéis promulgado en el mundo entero la Pascua de Resurrección, haciendo estremecerse a toda la Naturaleza de ternura al recibir vuestro beso. ¿Ha habido alguien que os rechace?
—Nadie.
—¡Pues yo he tenido esa desgracia; yo he tropezado con un ser a quien mi acento augusto no ha hecho ni sentir, ni doblar la rodilla, ni palpitar el corazón!
—¡Sería una roca!—balbucieron llenas dé asombro las campanadas.
—Por dentro sí; pero por fuera tenía las apariencias de un hombre. Yo entré la primera en el cuarto en que trabajaba, y le di inocentemente el beso de paz. Mis hermanas no pudieron seguirme. Cerró la ventana en seguida jurando contra nosotras, y gracias a que pude huir de la maldita habitación por una rendija de la vidriera.
—Pero ¿quién era esa estatua?
Y la campanada triste, aceptando el sostén de sus hermanas para continuar su vuelo, concluyó con suprema amargura:
—Sólo tuve tiempo de Ver que firmaba al pie de.una cuartilla en la que escribía: El Incrédulo. |