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Jacinto Octavio Picón

"En la puerta del cielo"

Biografía de Jacinto Octavio Picón en Wikipedia

 
 
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Música: Rodrigo - A la sombra de Torre Bermeja
 
En la puerta del cielo
 

En esas regiones superiores, en esos espacios misteriosos que los ojos de la materia no alcanzan y que sólo puede fingirse la mirada del espíritu; en esa gloria que la religión promete al justo, por la que muere el mártir y de que duda el sabio, vive, según dice la doctrina católica, una vida eterna y bienaventurada aquel apóstol Pedro, a quien Cristo dio, con las llaves de su reino, la facultad de conceder o negar la entrada en el Paraíso a cuantos pecadores lleguen a sus puertas cargados con el pesado fardo de la culpa u orgullosos de su virtud.

Estaba un día Pedro recordando la noche en que negó a su Divino Maestro por tres veces, cuando vio que hacia él venía, con paso firme, una mujer vestida con esos hábitos tristemente poéticos, de color sombrío y de grosero aspecto, que llevan las hermanas de la Caridad. Iba y a el apóstol a preguntarle quién era y cómo había vivido, antes de darle ingreso en el reino de los cielos, cuando por el lado opuesto apareció otra mujer que caminaba lentamente, con la frente baja y como temerosa de haber andado en vano y de tener que deshacer lo andado. Venía completamente desnuda; había sido en la vida cortesana, y al empezar ese viaje que el alma emprende cuando muere, había renunciado a las galas que cubrían sus formas, ganadas con los besos del pecado y realzadas por el brillo de la hermosura.

Chocaron, desde luego, al varón santísimo la actitud resuelta, segura y decidida de la una para entrar en el cielo, y la cortedad e incertidumbre de la otra; el que una viniera a reclamar su parte de Paraíso, cual si tuviera el billete comprado de antemano, y el que otra pareciera, en su ademán, y su postura, implorar, como limosna de la gracia divina, su asiento entre los elegidos.

— ¿Quiénes sois? — les preguntó. ¿Cómo habéis creído penetrar en la gloria sin que antes yo conozca vuestras vidas; y, conforme a lo que me fue concedido, ate o desate el hilo de vuestras esperanzas, según encuentre en él de prietos los nudos de la culpa? ¿Quién eres tú, que envuelto el pálido rostro en blancas tocas, vestida de burda lana y con rosario a la cintura, tan fácil crees la salvación eterna? ¿Y tú, que desnuda como la imagen de la verdad, vienes humilde, temerosa, escaldados los ojos por las lágrimas y todavía húmedos los labios por los besos?

— Yo — dijo la hermana de la Caridad— nací rodeada de las galas del lujo; pasé mi infancia entre los halagos del cariño, y entré en la juventud por esa misteriosa puerta de las ilusiones, que sólo se franquea una vez y en repasar la cual parece que se consume nuestra vida. Desperté a la adolescencia al calor del fuego del amor primero; en su divina llama se abrasó mi alma, casi se consumió mi espíritu, pero mi cuerpo permaneció puro, y no llegué a gustar del placer más que el deseo. Conservé limpia, como la piel del blanco armiño, mi pureza, y mortifiqué mis sentidos; resistí al grito tentador de la naturaleza, cuando en la primavera corre por nuestras venas, ardiente y como brasa líquida, la sangre que afluye a los labios para evaporarse en besos, y la fuerza que se agolpa a los brazos para estrechar al hombre amado: cuando en el otoño de la vida sentí invadido mi cerebro por todas esas ideas que la mujer adivina, pero que la virgen no se explica, y mi corazón por todas las pasiones de una juventud contrariada; cuando el fuego que devoraba mi alma no era el amor de los primeros años, no la inquietud vaga y misteriosa que presiente las dichas del amor cumplido, sino el sacudimiento histérico de un temperamento ardiente y comprimido, entonces busqué en las lágrimas del alma raudales con que anegar el incendio de los sentidos; y sobre aquella culpa que no llegué a cometer, pero que deeeé ver consumada, y que me fingí con deleite en los lúbricos antojos del voluntario ensueño, lloré más llanto y más amargo que el que vierte el sincero arrepentimiento sobre el crimen. Entonces, con alma que inspiraba deseos y sin fuerzas que los contrarrestaran, como flor que, privada de dar al viento el aroma que exhala, muere marchitos y abrasados los pétalos por la misma intensidad de su perfume, sentí desfallecer mi espíritu y vi trocarse en pálidos y débilmente sonrosados aquellos labios míos, cuya candente grana había mojado con mi aliento de fuego mientras prodigaba a un fantasma creado por la fiebre besos que chasqueaban en el aire como aristas rotas, y cuyo eco sonoro ensordecía mis oídos o murmuraba en ellos frases y suspiros impregnados de voces misteriosas que entonaban el epitalamio de una boda eterna. Luego, cuando la prematura vejez me devolvió una razón que jamás creí haber tenido, y la nieve de la cabeza sofocó el humeante incendio del corazón despedazado, entonces, pensé en ese Dios que ama y perdona: y amé con el pensamiento cuanto no pude amar con los sentidos. Arrojé lejos de mí por enojosas e inútiles las galas, las joyas y las flores; rasgué los rasos que se ajaron de celos ante la suavidad de mis mejillas, las sedas que ocultaron los latidos de mi corazón; aborrecí cuanto me había servido para convertir mis encantos en promesas... Ceñí estas tocas, vestí esta falda, y todo el amor que sentía quise verterlo como inmensa oleada de ternura sobre esos seres cuyo amor había ambicionado tanto sin lograrlo, devolviéndoles bien por mal y cuidado por olvido. Corrí a los hospitales en que padecen primero y mueren luego los abandonados de la fortuna, y también los locos que creen tenerla siempre por amiga; enjugué las lágrimas del que al llegar su última hora no tenía otros ojos que recogieran la mirada de los suyos; curé las pestilentes llagas del vicioso; cerré las heridas que el hermano infirió al hermano; sofoqué con mi mano la última maldición de la boca del blasfemo, y con las palabras de mi rezo acallé la postrer imprecación del reprobo. Volé a los campos de batalla y, envuelta en tempestades de plomo, me arrodillé junto a esos héroes anónimos a quienes la patria sólo exige, no una vida gloriosa, sino una muerte obscura; escuché de sus labios la última palabra de amor para la amada, la última frase de confianza para el amigo y la última oración para la madre, ese rival eterno de Dios en el corazón del hombre... He visto morir al marino alejado de la costa; al soldado, de la patria; al hijo, de la madre; al hombre divorciado de la razón y la justicia; y dando consuelo, vida, calor y fe a muchos, he llorado y rezado por todos. ¡Mío es el reino de los cielos!

— Yo — dijo entonces la cortesana, temerosa de que su vida pareciera al santo apóstol un tejido de errores—no he tenido familia. En la escalinata de la puerta de un templo me abandonó una madre que no entró en la santa casa a bautizarme, ignorando que la que penetra culpable sale purificada por el dolor de su desgracia. Me criaron pechos pagados con el dinero de esa limosma pública que envilece al pobre sin socorrer al triste, y fui educada en un hospicio, entre niñas como yo, hijastras del amor, o hijas del vicio. Encerradas todo el mes, sacábannos a paseo algunas veces formadas de dos en dos, como jauría de perros; todas éramos feas, como si en el rostro lleváramos pintada la turbación de una pasión culpable, la mancha de un placer infame, o la priesa de un amor sobrado.

 

Cuando salí del hospicio, quise ganar honradamente mi sustento, Entonces supe que el pobre, con sus propias lágrimas, acibara el pan que come.

Vi al mismo tiempo, si no honrada, favorecida la holganza; pagados los favores de la hermosura con la pompa y el esplendor de Ja riqueza; vi hacer de la virtud comercio, de la belleza tráfico, del pudor mercancía, y me arrojé en la circulación de esos valores que respiran, cuya cotización casi regulan los poderes y que algunos miran todavía como a más que bestias y menos que mujeres.

Entré en la bacanal de la vida vendiendo belleza a los que ya no pueden conquistarla, sentí sobre mis mejillas el beso frío del indiferente que da satisfacción al instinto sin sentir amor, y sobre mis labios rastreó babeando la boca inmunda del viejo decrépito y vicioso. La nieve de mi frente se trocó en cieno; las rosas de mi pecho se ajaron como flores presas por una mano abrasadora; a semejanza de las bacantes paganas, sentí en la boca el espachurrarse de los negros racimos oprimidos por otros labios más ardientes que los míos, y juntas con el jugo embriagador del fruto, me quemaron el rostro las llamaradas del sonrojo.

En vano protestó mi conciencia de aquella esclavitud odiosa y denigrante. Apenas salían de mis labios frases de arrepentimiento, y ya en mis oídos sonaban risas de incredulidad. Sólo para el mal encontré anchas todas las vías, risueños todos los rostros, generosas todas las manos. Llegó el día de mi muerte, y la vida que empezó en una calle, siguió en un hospicio y continuó en los más brillantes lupanares, acabó en un hospital, no templo de la caridad, sino lugar donde, al volver los ojos, creí ver revestidos los muros de espejos fidelísimos de mi pasado, no hallando por doquiera otra cosa que asco, vergüenza, odios y rencores. Viví reconociéndome inocente y despreciándome a mí misma... ¡Por lo que he sufrido, dejadme entrar en el reino de los cielos!

—Entrad las dos;—dijo San Pedro—pero tú, pecadora, entra delante; y vos, hermana, entrad también: mas no fundéis en vuestra virtud tanto orgullo, que si no os envío al infierno es porque ya lo habéis pasado en vida.

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