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Marcelo Peyret

"Cartas de amor"

Carta 78

Biografía y Obra

 
 
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Música: Albeniz - España Op. 165, no. 2 "Tango"
 

Carta 78

De Celia Gamboa a Beatriz Carranza

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Al fin llegué. ¡Pobre Ramiro! Casi no lo reconocí.

Está tan delgado, con una demacración tan grande, los ojos hundidos circundados por grandes ojeras lilas, los labios resecos por la fiebre, que parece otro.

Hallábase sentado en un amplio sillón, sostenido por almohadas. En cuanto me vio, una sonrisa se pintó en sus labios, y sólo pudo articular en voz leve:

Divina . . .

Luego, cerró los ojos, inclinó la cabeza, fatigado.

Yo me arrojé sobre él, abrazándolo furiosamente, y por más que había prometido al Sr. Varela contenerme, no pude hacerlo y me puse a sollozar.

—Ramiro, Ramiro mío. . .

Permanecimos un rato largo, abrazados, besándolo yo, en silencio, sin decirnos nada, sin podernos decir nada, con la garganta anudada por el llanto, hasta que el Sr. Varela intervino.

— Es menester ser razonables — nos dijo. — Las emociones fuertes le hacen daño.

Luego, ocultando su propia emoción, fingió un optimismo que no sentía. Ramiro estaba mejor y curaría. Así se lo había asegurado el médico. Todo consistía en no abandonarse, en ser fuertes.

— Ahora que usted ha venido, hija mía, y que Ramiro está contento, ya verá como todo se arregla. Pero vuelvo a repetirles que es menester calma, mucha calma.

Por fin nos dejó solos.

Ramiro hizo que me sentara en un pequeño taburete, al lado suyo, y comenzó a acariciarme el cabello, con su mano huesosa y descarnada.

— Qué buena has sido en venir Divina . . .

— ¡Oh! no me digas esas cosas.

— Bésame, entonces.

Yo lo besé. Lo besé en la frente, en los ojos, en las manos, en el cuello, en la boca.

— En la boca, no, Divina . . .

— ¡Oh, mi Ramiro!

Y aprisionándole bruscamente el rostro entre mis manos pegué mi boca a la suya, y lo besé, lo besé largamente, intensamente, con un beso en que quería infiltrarle un poco de mi vida, para suplir la que a él le va faltando.

— Divina, es un crimen; mi boca está envenenada, maldita. . .

— Calla, por favor.

Entonces él, vencido, me besó también en la boca.

Cuando nos separamos, me dijo:

— Divina, me muero. Siento que me muero, pero soy feliz, enteramente feliz. . .

Yo volví a llorar.

— No, no es posible. Tú vivirás para mí, para mi cariño...

— No llores. Divina.

Y como si fuera yo la que necesitara consuelo, comenzó a hablarme dulcemente, resignadamente, de la fatalidad que iba a separarnos y que debíamos aceptar sin protestas.

— No digas eso, Ramiro. Tú sanarás. . . me lo dice el corazón.

Entonces él, sonriendo dulcemente, tuvo la piedad de una mentira.

— Sí, ahora creo que sanaré. Me siento mejor.

Y en verdad que parecía transfigurado.

Pasamos juntos todo el resto del día. Ramiro se acostó después del almuerzo y yo no abandoné su cabecera.

— Es necesario que duerma — ordenó el médico. — Está muy fatigado.

El señor Varela me dijo que nunca había encontrado a su hijo tan bien.

— Y es a usted a quien lo debo. Ahora comienzo a tener esperanzas. Parece que se ha operado una reacción favorable.

Ramiro dormía.

Yo entonces pude observarlo.

¡Pobrecito! Da lástima verlo. Está tan concluido, tan acabado, que, al pensar en lo que ha sido, no pude menos que sentirse una gran angustia.

No puedes figurarte, Beatriz, cómo me arrepiento de mis rigores para con él. Si tuviera que empezar de nuevo. . . ; con qué gusto, con qué placer me brindaría toda entera a su amor, a ese infinito amor por el que hoy muere, y que yo no supe comprender!

Cuando despertó, torturada por mi arrepentimiento, tuve una idea, un propósito de redimir mi culpa, y- besándolo, besándolo mucho, comencé a hablarle al oído, en voz leve, suavemente.

— Ramiro. . . ¿me perdonas por haber sido mala?

— Divina ... no me digas esas cosas. Tú siempre fuiste buena conmigo. Yo y la fatalidad somos los únicos culpables de lo que pasa. De nada debes acusarte, de nada debes arrepentirte. Soy el que estoy en deuda contigo.

— No, Ramiro . . . Escucha.

Y sin enrojecer, sin pudor por la enormidad que iba a decir, en un todo consciente de mis actos, le propuse:

Ramiro. . . quiero ser tuya. . . ¿oyes?. . . toda tuya.

— ¡Divina! — Por sus ojos cruzó algo así como un relámpago.

— Sí, Ramiro ... tú que lo has deseado tanto, debes tomarme. Soy yo la que se ofrece ahora . . .

El me miró angustiado.

— No, no puede ser.

Yo no alcancé a comprender la dolorosa humillación que le infería.

— Sí, tuya, Ramiro . . .

Me había abrazado a él, y mi cuerpo, apenas cubierto por un batón de seda, se pegó al suyo.

El me rechazó suavemente.

 — No, no es posible.

Y como yo quisiera insistir, su voz tornóse triste, triste hasta la angustia.

— No es posible. . . ¿me comprendes, Divina? ... ya no es posible. . .

El pobre sufría tanto, que yo entreví la verdad.

Yo. . . — y su voz se hizo opaca — yo . . . ya no soy un hombre ...

Entonces comprendí.

¡Pobre Ramiro! Era necesario que apurase todo el cáliz de la amargura, sin dejar una sola gota. Y era yo la que se lo hacía beber, yo que hubiera dado mi vida entera por evitárselo.

Me miró con tristeza.

— Ya ves. Divina, qué poquita cosa soy . . .

Entonces, yo reaccionando contra esa bajeza de la carne, lo besé, lo besé furiosamente y traté de consolarlo.

— No, Ramiro ... a pesar de eso, soy tuya, toda tuya, porque aun sin poseerme, no hay nada en mí que no sea tuyo. Todo mi espíritu te pertenece; en cuanto a mi carne. . . toda mi carne, Ramiro, ha gozado por ti, y toda mi carne dolorida sufre por ti, ahora ... Abrió sus brazos. Yo me refugié en ellos.

Y hemos llorado los dos juntos.

Y era tan dulce el llorar así, sintiendo que en nuestras mejillas se confundían las lágrimas de los dos, tan dulce, tan dulce; era una sensación de alivio tan grande, como nunca la había sentido hasta entonces, como nunca te la podría explicar. . .

Ahora Ramiro duerme, y yo te escribo desde una mesita de su dormitorio, mirándolo a cada instante, vigilando su sueño, levantándome de puntillas a cada rato para arreglarle una almohada, para cerciorarme de que su respiración es tranquila.

¡Oh! Si esto pudiera continuar, si Ramiro pudiera seguir siempre así, aunque no sanara, pero viviendo. . . ¡qué dichosa sería yo dejando transcurrir mi vida a su lado! . . .

Pero tengo miedo, Beatriz, tengo mucho miedo . . .

Celia.
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