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Marcelo Peyret

"Cartas de amor"

Carta 63

Biografía y Obra

 
 
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Música: Albeniz - España Op. 165, no. 2 "Tango"
 

Carta 63

De Ramiro Varela a Celia Gamboa

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Divina:  

Lo irreparable acaba de alzarse entre nosotros.

Te has casado, Divina.

¡Te has casado!

Y por más que repito esa frase, no concluyo de convencerme. Mi misma voz, al expresarla, no me parche la mía. Le notó un timbre distinto, como si fuera emitida por otra boca, Divina, que aquella que te besó, que aquella a la que tanto besaste.

Me parece que es otro el que lo dice, otro que nada tiene que ver conmigo, que nada tiene que ver con nosotros, y que expresa acontecimientos extraños, ajenos, que no comprendo, como una de esas frases incompletas que en el paseo o en el tranvía llegamos a oír, de una conversación de otros pasajeros, cuyo sentido no alcanzamos a desentrañar.

Te has casado. Eres de otro, a otro entregaste ese tesoro de ternura que yo tanto ambicioné; otro es el que te besa, el que te acaricia, el que te posee, el que te ama; y a otro acaricias, besas, amas y te entregas tú.

Y yo lo sé, y yo me lo repito, y lo escribo.

Y no me he vuelto loco, aun no he muerto de pena.

El mundo es una cosa extraña, puesto que hace posible esa incongruencia, Divina. Tú de otro, y yo aun vivo.

Parece una broma, una burda y cruel broma, una chanza que a fuerza de ser grotesca, deja toda idea de que sea posible.

Y es cierto, es la verdad, toda la verdad.

Ayer llegué de Buenos Aires.

Tomé el tren en el preciso instante en que tú preparabas tu tocado de novia. Nadie me había dicho nada, formándose a mi alrededor un complot de silencio. Con varios pretextos se me impidió leer los diarios y me embarqué ignorando la noticia.

Sin embargo, la supe. A la hora de la cena, tuve la intuición de una desgracia. Mi corazón, mi pobre corazón, Divina, no quiso complicarse con el silencio de los demás, y me lo advirtió.

No podía ser de otra manera, estando, como estaba, lleno de ti. De pronto, quedó vacío. Sentí como un hueco en su interior. Y, entonces, tuve la certeza de que tú acababas de abandonarlo definitivamente, sin apelación, sin remedio.

Te vi entrar en la iglesia del brazo del otro.

Ibas vestida de blanco, como si te cubriese un sudario. Y es que bajo tu traje de novia, iba, Divina, muerta y helada, mi última esperanza.

¿No sentiste junto a tu cuerpo como un frío de cadáver?

¿No te parecieron los cirios del altar velones alumbrando una capilla mortuoria?

No sentiste, al entrar en el templo, la penosa impresión de quien de pronto se halla un catafalco?

¿No tembló tu brazo, no se rebeló tu carne cuando la tocó el otro?

¿Ne enmudecieron tus labios, no se cerraron en una irreprimible protesta de todo tu ser cuando te preguntaron si querías al otro por esposo?

¿Pudiste, sin echarte a llorar, pronunciar el irremediable, el fatal "sí" que iba a separarte de mí para siempre?

Sí; pudiste hacerlo, sin sentir ninguna pena, ninguna tristeza, Y pudiste hacerlo, porque yo. Divina, ya he muerto para ti.

Como dentro de poco moriré para los demás.

Cuando mi padre, viéndome pensativo, me preguntó las causas, yo lo interrogué a mi vez:

— ¿Hoy se casa Celia, verdad?

Y había una certeza, una afirmación tan rotunda en mi pregunta, que no se animó a negármelo.

— No sé — me dijo, no he leído los diarios.

Luego, se fue al comedor, dejándome solo con mi tristeza. Comprendió que no debía lastimar mi pudor de hombre, obligándome a llorar en su presencia.

Una vez solo, llamé al camarero y le pedí un periódico. Allí estaba la noticia.

La leí.

Y, a pesar de esperarla, a pesar de que ya la conocía, mi debilidad no pudo resistirla.

Volví de mi desvanecimiento cuando mi padre retornó al camarote y me auxilió con un frasco de sales. No nos hablamos, no nos dijimos nada. ¡Y cuánto bien me hizo no tratando de consolarme! ¡Cómo le agradecí la piedad de su silencio!

Apagadas las luces, y mecido por el vaivén del convoy, quise dormir.

No pude.

Pensaba que en aquel mismo momento, en aquel preciso instante, tú habías abandonado la fiesta y que sola con él, en la intimidad de tu nido, después de vencer los naturales pudores...

¡Divina, Divina!

¡No, nunca, nunca, jamás tú ni nadie, ni Dios, ni yo mismo a no haberlo sufrido, podría concebir, imaginar, creer, que se pudiera sufrir tanto! . .

Ahora ya me puede suceder cualquier cosa. Ya nada logrará conmoverme. Ya nada puede interesarme, molestarme, lastimarme.

Después del dolor de esa noche, mis nervios se han quebrado. Ya no siento.

Soy un pobre montón de carne herida, sin alma y sin sensibilidad, que por un milagro, incomprensible, aun está viviendo ...

Ramiro.

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