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Marcelo Peyret

"Cartas de amor"

Carta 60

Biografía y Obra

 
 
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Música: Albeniz - España Op. 165, no. 2 "Tango"
 

Carta 60

De Celia Gamboa a Beatriz Carranza

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He vivido momentos de angustia inolvidables. Cuando supe que Ramiro había sido herido y que se estaba muriendo, olvidé todos mis rencores, su conducta para conmigo, su silencio, los sufrimientos que me ha causado, y me puse a llorar como una loca. No había forma de calmarme y en casa estaban todos asustados por mi estado. Tuve dos o tres crisis nerviosas, y solamente después de fuertes dosis de bromuro pude poner cierto orden en mis ideas, aunque en ellas siempre se mezclaba la terrible visión de Ramiro moribundo. Sentí deseos de verlo una última vez, de no permitir que se muriera así, sin llevarse el consuelo de saber que lo seguía queriendo. Porque yo, Beatriz, lo quiero, lo quiero más que nunca, lo quiero en una forma que sería inútil que tratara de explicarte. Y a mi cariño se unía esa angustia, esa tortura de saberlo herido, moribundo, desdichado ... y acordándose de mí en su delirio, juntando sus últimas fuerzas, sus últimos alientos para pronunciar mi nombre, ese "Divina" con que él me bautizara, y que tan dulce me era oír de sus labios.

Fue el mismo Alberto el que por un sarcasmo de la suerte debía hacerme llegar el último mensaje de Ramiro, ese "Divina" en el que lo resumía todo.

¡Cuántas veces después de acariciar mis oídos con la música de sus frases, de esas frases que él solo sabe decir, de esas palabras que tenían el dulce sabor de un poema de ternura, de un madrigal de amor, se quedaba mirándome en silencio, y luego en voz baja, como para no ser oído más que de sí mismo, resumía toda su admiración, toda su cariñosa vehemencia en esa sola palabra: Divina.

Cuando la leí, escrita por la mano de Alberto, me pareció una profanación, un sacrilegio. ¡Oh! Cómo odié a mi novio en ese instante. ¡Tan sólo de pensar que pudiera casarme con él me daba escalofríos! No, nunca podía yo ser del asesino de Ramiro. Me parecía ver sangre en sus manos, sangre de él, de mi amor, de mi único amor, y esas manos jamás podrían acariciarme.

Estaba decidida a romper, y a no ser la imposibilidad en que me encontraba de escribir, a no ser por mis nervios le hubiese escrito en seguida una carta insultante, rompiendo con él.

A pesar de la oposición de los de casa, quise ir al sanatorio donde se asiste Ramiro, y aprovechando un momento de descuido, me cubrí con un tapado y escape de casa. Tomé un automóvil y me hice conducir al sanatorio. No me dejaron entrar. Me recibió uno de los médicos, quien, no dándose cuenta del mal que iba a hacerme, me habló con sinceridad.

— Está muy mal — me dijo. — Tiene perforado un pulmón.

Yo me puse a sollozar y quería entrar a verlo a toda costa. Entonces fueron a consultarlo adentro y a poco rato apareció, muy pálido, el padre de Ramiro.

Le supliqué que me permitiera verlo, pero no lo quiso. El pobre señor no ha de verme con mucha simpatía y así me lo dejó sentir.

— Váyase usted, señorita. Le sería fatal a Ramiro una impresión fuerte . . .

En ese momento vinieron a buscarlo, y él, apresuradamente, sin despedirse, corrió adentro. Me encontré sola, y sin saber lo que hacía, lo seguí.

Llegué casi al mismo tiempo que él a una habitación en que Ramiro, muy pálido, yacía en una cama. Uno de los médicos preparaba una jeringuilla.

Ya no vi más. Me desmayé.

Cuando volví en mí, estaba en casa, acostada, y mamá me imponía silencio.

— ¿Y Ramiro?

— Está mejor.

— No; ha muerto, ha muerto. . .

Tuvo que jurarme por Dios para que yo la creyera. Pero no me conformé hasta que me permitieron ir al teléfono e inquirir noticias.

La crisis había pasado, y aun persistiendo la gravedad, no se desesperaba salvarlo.

Y ahora, Beatriz, estoy pasando un momento de verdadera angustia, de desconcierto. Me he dado cuenta de la intensidad con que subsiste mi cariño por Ramiro, y de lo poco que pesa Alberto en mi vida sentimental. Ahora no sólo me es indiferente, sino que lo miro con rencor: no puedo olvidar que es él quien ha herido a Ramiro. Y es inútil que piense en las circunstancias, en los motivos, en la obligación en que se vio de hacerlo.

Más aun: pienso que en la derrota de Ramiro se esconde un misterio que no alcanzo a descifrar. ¿Habrá sido una imprudencia en que se vio de hacerlo?

¿O habrá sido quizá. . . ? Pero no, no es posible. Ramiro había renunciado a mí definitivamente. Aun hoy, por más que me sea duro el aceptarlo, no ha de pensar siquiera en mí. De lo contrario, me lo hubiera hecho saber. Y me hubiera encontrado, Beatriz, con los brazos abiertos, dispuesta a olvidarlo todo, a no pensar en otra cosa que en su felicidad, que en su cariño ... en ese cariño en el que se han refugiado todas mis esperanzas.

Celia.

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