Carta 44
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Biografía y Obra | |
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Música: Albeniz - España Op. 165, no. 2 "Tango" |
Carta 44 De Ramiro Varela a Celia Gamboa |
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Divina: Un inconveniente de última hora me impidió embarcarme en el vapor X, como era mi intención, y como el motivo de mi viaje era únicamente alejarme de ti, esta misma noche he tomado un tren que me conduce a la estancia de un amigo. Este cambio de itinerario, que no tiene importancia, te lo comunico, no porque espero que me escribas — lo nuestro, divina, terminó para siempre — sino porque no desearía que llegara a tus oídos por otros conductos y que tú hicieras juicios equivocados sobre lo que podrías creer una superchería mía. Y ahora, adiós. Ramiro. P. S. — Perdóname el papel — no hay más que estos formularios en el tren — y la letra, pues el movimiento no me permite hacer alardes caligráficos. Y perdóname también que te tutee. Lo he hecho sin quererlo, sin pensar que nosotros, ahora, somos dos extraños, dos personas sin ningún vínculo que las una, sin nada en común, pues el pasado ha dejado de ser nuestro para ser sólo mío: tu parte sólo vive en mí: tú la has olvidado ya, la has borrado por completo de tu memoria. Soy yo, pues, el único depositario de su recuerdo, y lo guardo, lo guardaré siempre celosamente, como un inestimable y único tesoro. Jamás ha de apagarse en mi espíritu su llama, pues continuamente la estará alimentando tu ausencia y mi dolor. ¡Oh, pasado nuestro, lleno de ternuras, de ansias, de deseos, de dulces abandonos, de caricias locas, de besos embriagadores, de sueños imposibles y de un despertar amargo, doloroso como una caída! Pasado nuestro, donde nació y se extinguió mi dicha, donde viví la realidad de una dulce mentira, de la engañosa ilusión de tu cariño; donde conocí todas las alegrías, donde albergué todas las esperanzas, donde forjé todas mis quimeras. Piadoso y cruel pasado nuestro, que tras de hacérmelo esperar todo, todo me lo negó; pasado que ha generado mis torturas, mi desesperación, el enorme dolor que ahora me muerde el alma, la enorme desilusión que anula mi espíritu, que mata para siempre mi sensibilidad; pasado, que fuiste toda una sombra apenas iluminada por el fugaz zigzagueo de un relámpago helado: el de mi estúpida credulidad en tu amor inexistente; pasado causante de mis penas, de mi infinita tristeza, de mi definitiva y melancólica renunciación a la dicha; pasado maldito, yo, yo que sufro por ti, yo que soy tu víctima, te bendigo a pesar de mis heridas, a pesar de mi derrota, a pesar de tus torturas, a pesar de todo, porque en ti, en tus negras entrañas florecieron tus besos, falsos o sinceros, pero tus besos, los besos de tu boca, que fueron míos, míos. . . Por eso, ahora, aunque mi razón se rebele, aunque mis rencores me griten: "olvida, como ha olvidado ella" yo sigo recordándote, sigo llevándote en mi pecho, celosamente, sin permitir que tu llama se apague, como un tesoro inestimable y único. Por eso, para conservarlo, para mantenerlo siempre vivo, cuido todos los detalles necesarios. Cuando nos despedimos, ¿recuerdas?, se rompió por un minuto la frialdad de la entrevista, y sin quererlo nos besamos. ¡0h, nuestro último beso! No sé cuánto duró. Por un momento olvidamos todos nuestros rencores, nuestras diferencias, nuestro disgusto, para no pensar en nada más que en ese beso que nos absorbía por completo, que obscurecía nuestra psiquis, que anulaba nuestra voluntad. Nosotros habíamos dejado de ser nosotros para no ser más que dos bocas que se besaban, para no ser más que un único, un solo y enorme beso de pulpo, de Dios y del Demonio ... Cuando nos separamos acabaste de atarme nuevamente a tu capricho. Yo había dejado de razonar ante la suprema elocuencia de tu beso. Pudiste hacer de mí lo que quisieras. Tu caricia era un argumento formidable, ante el que palidecían hasta esfumarse todas mis resistencias. Tú lo viste, y reaccionando sobre tu momento de debilidad, volviste a decirme, con tono tranquilo: Es una locura. . . Es necesario separarnos. ¡Oh, divina, una lágrima tuya y todo se hubiera terminado! Pero resolviste ser fuerte, y yo me fui. El frío de la calle me dolió en los labios: sólo entonces reparé que tu vehemencia los había herido. Y me sentí ufano con esa herida, como un soldado de las que recibe en la batalla. Al día siguiente casi estaba cicatrizada. Yo, entonces, volví a abrirla, impidiendo que se cerrara, para conservar sobre el labio la impresión que continúas besándome, para seguir gozando la dolorosa e inefable sensación de tu beso. Y así, presente siempre en mi corazón, mantengo intacto el culto de tu recuerdo. Nada más que, a veces, como esta noche, ese recuerdo me sofoca, me ahoga, y siento una enorme necesidad de hablar de ti, de volcar en cualquier oído mi confidencia, de decir a alguien, a cualquiera, que te quiero, que lo eres todo para mí, y que nunca serás mía, que Dios ha cometido la suprema injusticia de separarnos, de condenarme eternamente al horrible suplicio de pensar que pudiste ser mía y no lo has sido. Me parece que me aliviaría si yo lo contara a alguien, si abriera una válvula de escape a mi amargura. Y me pongo a conversar con mi compañero de mesa, un pasajero de mirada turbia, cuyo aliento huele a alcohol. Lo invito a beber; él, semiebrio, acepta entusiasmado. Una, dos, tres copas, no sé cuántas ingiere. Es su sed sólo comparable a la mía, a esa sed enorme de ti, que ninguna otra mujer podrá nunca aplacar. Mi compañero ya está ebrio. Entonces yo comienzo a hablarte de ti, de tu cariño, de nuestros amores. Me gozo contándole detalles, describiendo minuciosamente tus tocados, el sombrerito negro con adornos rojos, el traje de seda de largos flecos, ese que tanto te gustaba, la cartera de original cierre, el tapado de piel gris, los zapatos puntiagudos, bordados con mostacilla ... Es un análisis prolijo, de quien se ha sentido impresionado por cada cambio, por cada alteración de tu exterioridad, sin que nada pasara inadvertido. Mi interlocutor me mira con aire idiota, sin comprender, sin darse cuenta de nada. Y yo prosigo, describiendo tu rostro, tus labios dibujados en rojo, por Dios, que se sintió artista al hacerlos; tu sonrisa que cada vez que ponía al descubierto tus dientes, pequeños y nacarados como si hubieran sido tallados en el fondo de una madreperla, daban la sensación de que se estuviera ante una gran felicidad, una gran alegría, que cobraba realidad, al desgranarse tu risa, tu hermosa risa contagiosa, optimista, que una vez escuchada dejaba en los oídos, como un recuerdo, el eco de su música, y en el espíritu el deseo de seguir oyéndola; tu lunar, ese lunar, que era la antesala de tus labios, donde los míos, como una llamada discreta, golpeaban con su beso antes de presentarse ante la majestad de los tuyos; y le describo tus ojos, tus ojos raros, enigmáticos, misteriosos, profundos, abismales, esos ojos que relampaguean odio, que expresan ternuras, que avivan los deseos, que alientan las audacias, que apagan los ardores y hielan el alma, según odies, ames, desees o desprecies tú. Ahora yo también bebo, yo también necesito el consuelo del alcohol. Ante mí, dos mesas más allá, hállanse sentados un hombre y una mujer. Me dan la espalda. El no me interesa; ella absorbe toda mi atención. Es esbelta, de cuerpo nervioso, donde se adivinan ondulaciones armoniosas y estremecimientos enloquecedores; su cuello es fino, blanco, cubierto apenas por el cabello recortado en melena, una adorable melenita dorada, sin rizar, como la tuya. Eres tú, tú, divina; quiero creerlo; quiero vivir un instante la dulce ilusión de esa mentira. El vagón ha desaparecido para mí; ahora no existe más que ella, que esa nuca que parece incitar al beso, en la que reconozco el sitio donde, ¿recuerdas?, al posarse mis labios, un nervioso temblor agitaba tu cuerpo. Cada vez que ella se vuelve, yo bajo la cabeza para no verle el rostro, para no desengañarme, y, cuando terminada la comida ella se levanta y seguida por su compañero pasa por mi lado, no la miro. Al pasar ha rozado mi brazo con su cadera, y he sentido el contacto de unas carnes dulces, mórbidas. . . Vuelvo a beber. En el comedor poco a poco vamos quedando solos mi compañero y yo. Entonces, mientras vaciamos la décima copita de "cognac", le pregunto: — ¿Vio a esa mujer que pasó junto a mí? La del traje negro. —Sí, la vi. Tenía unos hermosos ojos azules. — No; eran negros. — Azules. — Negros, he dicho, fascinantes, insondables. Pues bien; es mía. ¿Oye? Mía. El me mira con aire de idiota. — Es mía. Me espera en el camarote. Le explico con aire picaresco que hemos venido separados para que nadie se diera cuenta, para evitar comentarios, pero que ahora . . . Y continúo bebiendo, continuamos bebiendo. ¡Qué hermoso es beber! Las penas se van alejando poco a poco. Ahora ya no creo que voy a perderte. Todo va a tener arreglo. Ya habrá algún medio, ya encontré la forma de arreglarlo todo. Vamos a ser felices. Verás cómo algún día también nosotros viajaremos como esa pareja que acaba de pasar. También a nosotros nos envidiarán los borrachos que viajen en nuestro tren y que estén ahogando penas en el fondo de sus copas. —¿Más? — Sí, más. Hasta arriba. Ahora yo también creo que tú me esperas en el camarote. Habrás dejado la puerta entornada tan sólo con el pestillo, y yo entraré sin llamar. El camarote estará obscuro, y tú ya estarás acostada. No querrás que prenda la luz, y así, en la obscuridad, te buscaré hasta tropezar con tus desnudos brazos, que tú cariñosamente me tenderás. — Me voy — le digo a mi compañero. — Tengo prisa por llegar a mi cabina. No quiero hacerte esperar. Temo que algún otro, algún pasajero distraído, entre en el camarote. — Yo me quedo aquí. Es mi compañero que no quiere seguir. Lo dejo. Recuerdo que mi coche es el último. Y en el último viaja también la pareja. Los vi en la estación. ¿Qué estarán haciendo? ¡Bah! ¡Qué me importa! Lo importante, lo trascendental es que tú, divina, me esperas. He llegado al último coche, y el camarero me indica la cabina. Está vacía. Tengo un minuto de desconcierto, de vacilación. No puedo comprender cómo es que tú no estás, cómo es que te has ido. De pronto, del camarote vecino, llega a mis oídos, velada, queda, una voz de mujer. Ahora comprendo. Eres tú. Y no estás sola. Te acompaña un hombre. Llegan hasta mí murmullos de besos, de frases entrecortadas, de risas ahogadas. Entonces pienso que estás conmigo. Sí, ese hombre soy yo. El que oye, el que observa, el que está en este camarote, es otro, es un miserable borracho. Yo estoy contigo. Estoy contigo, divina, en tus brazos, que se anudan desnudos alrededor de mi cuello. Cómo se asombraría mi compañero de viaje si nos viera. Pero a mí nada me importa de él: ya lo he olvidado. Sólo pienso en ti, en nuestro momento presente, en la locura de nuestras caricias. Siento en mis labios la presión de los tuyos, torturantes, enloquecedores. Y no es que la pequeña herida se haya abierto, no. Son tus labios, divina, tus labios brujos que me besan. Cierro los ojos y me parece experimentar la sensación de una caída. Caigo en un abismo insondable, indefinidamente. De mi cuerpo sólo siento la boca, mi boca unida a la tuya, gestando un beso de infinito. De lo demás nada sé, nada me importa. — ¡Si pudiera morir ahora! Si este sueño que me invade, si esta pesadez que va cargando de plomo mis músculos fuera definitiva, no tuviera despertar! ¡Qué enorme dicha la de morir así, gustando un beso tuyo, absorbido por tu recuerdo materializado en un esfuerzo inaudito del deseo! Ahora sí que estoy borracho. Siento tambalear toda mi psiquis. Ya no tengo una sola idea clara, un solo pensamiento que no se me confunda. Todo da vueltas en torno mío. Estoy ebrio. Mas no ha sido por el alcohol. Tu recuerdo, divina, el recuerdo de tus besos, de tus encantos, de tus ternuras, es el que, aun en contra de mi voluntad, acaba de embriagarme . . . Ramiro. Esta carta no llegó nunca a manos de Celia, pues fue interceptada, por sus padres, que hicieron correr igual suerte a otras cartas posteriores de Ramiro. Solamente así se explica el sesgo que toma esta correspondencia. |
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