Todavía no sé cuál es tu nombre. Te siento tan mía que llamarte de algún modo sería como separarme de ti, reconocer que eres distinta a la substancia de que están hechas las silabas que forman mi nombre. En cambio, conozco demasiado bien el de ella y hasta qué punto ese nombre se interpone entre nosotros, como una muralla impalpable y elástica que no se puede nunca atravesar.
Todo esto debe parecerte confuso. Prefiero explicarte cómo le conocí, cómo advertí tu presencia y por qué pienso que tú y ella son y no son lo mismo.
No me acuerdo de la primera vez. ¿Naciste conmigo o ese primer encuentro es tan lejano que tuvo tiempo de madurar en mi interior y fundirse a mi ser? Disuelta en mí mismo, nada me permitía distinguirte del resto de mí, recordarle, reconocerte. Pero el muro de silencio que ciertos días cierra el paso al pensamiento, la oleada innombrable —la oleada de vacío— que sube desde mi estómago hasta mi frente y allí se instala como una avidez que no se aplaca y una sentencia que no se tuerce, el invisible precipicio que en ocasiones se abre frente a mí, la gran boca maternal de la ausencia —la vagina que bosteza y me engullo y me deglute y me expulsa: ¡al tiempo, otra vez al tiempo!—, el mareo y el vómito que me tiran hacia abajo cada voz que desde lo alto de la torre de mis ojos me contemplo... todo, en fin, lo que me enseña que no soy sino una ausencia que se despeña, me revelaba —¿cómo decirlo?— tu presencia. Me habitabas como esas arenillas impalpables que se deslizan en un mecanismo delicado y que, si no impiden su marcha, la trastornan hasta corroer todo el engranaje.
La segunda vez: un día te desprendiste de mi carne, al encuentro de una mujer alta y rubia, vestida de blanco, que te esperaba sonriente en un pequeño muelle. Recuerdo la madera negra y luciente y el agua gris retozando a sus pies. Había una profusión de mástiles, velas, barcas y pájaros marinos que chillaban. Siguiendo tus pasos me acerqué a la desconocida, que me cogió de la mano sin decir palabra. Juntos recorrimos la costa solitaria hasta que llegamos al lugar de las rocas. El mar dormitaba. Allí canté y dancé; allí pronuncié blasfemias en un idioma que he olvidado. Mi amiga reía primero; después empezó a llorar. Al fin huyó. La naturaleza no fue insensible a mi desafío; mientras el mar me amenazaba con el puño, el sol descendió en línea recta contra mí. Cuando el astro hubo posado sus garras sobre mi cabeza erizada, comencé a incendiarme. Después se restableció el orden. El sol regresó a su puesto y el mundo se quedó inmensamente solo. Mi amiga buscaba mis cenizas entre las rocas, allí donde los pájaros salvajes dejan sus huevecillos.
Desde ese día empecé a perseguirla. (Ahora comprendo que en realidad te buscaba a ti.) Años más tarde, en otro país, marchando de prisa contra un crepúsculo que consumía los altos muros rojos de un templo, volví a verla. La detuve, pero ella no me recordaba. Por una estratagema que no hace al caso logré convertirme en su sombra. Desde entonces no la abandono. Durante años y meses, durante atroces minutos, he luchado por despertar en ella el recuerdo de nuestro primer encuentro. En vano le he explicado cómo te desprendiste de mí para habitarla, nuestro paseo junto al mar y mi fatal imprudencia. Soy para ella ese olvido que tú fuiste para mí.
He gastado mi vida en olvidarte y recordarte, en huirte y perseguirte. No estoy menos solo que, cuando niño, le descubrí en el charco de aquel jardín recién llovido, menos solo que cuando, adolescente, te contemplé entre dos nubes rotas, una tarde en ruinas. Pero no caigo ya en mi propio sinfín, sino en otro cuerpo, en unos ojos que se dilatan y contraen y me devoran y me ignoran, una abertura negra que palpita, coral vivo y ávido como una herida fresca. Cuerpo en el que pierdo cuerpo, cuerpo sin fin. Si alguna vez acabo de caer, allá, del otro lado del caer, quizá me asome a la vida. A la verdadera vida, a la que no es noche ni día, ni tiempo ni destiempo, ni quietud ni movimiento, a la vida hirviente de vida, a la vivacidad pura. Pero acaso todo esto no sea sino una vieja manera de llamar a la muerte. La muerte que nació conmigo y que me ha dejado para habitar otro cuerpo. |