A cincuenta metros sobre el nivel del suelo, en lo más alto del cimborrio, junto a una lucerna, sobre un andamio, estábamos el maestro Lucio y yo gravemente ocupados en ponerle nimbo de oro a un San Marcos Evangelista que el día anterior habían hecho surgir de la pared nuestros pinceles. ¡Qué artistas éramos nosotros! El maestro Lucio comparaba mi pincel con un rayo de sol, porque, como éste, hacía brotar flores dondequiera; y yo, no por corresponder a estos elogios galantemente, sino por sentirlo, decía de la paleta de aquel venerable viejo que era una sonrisa del arco iris.
—Echa más oro ahí—me dijo, mojando su pincel en la cazoleta del amarillo rey.
—¿Cuándo acabamos nuestra obra?—le pregunté a tiempo que cumplía sus órdenes.
—Mañana... ¡Cuarenta años encerrado en esta catedral! ¡Qué larga fecha! ¡Aquí entré de aprendiz con el buen Ansualdo, a quien mataron los franceses... Aquí me enamoré de mi Pepilla Alderete... Aquí conocí a aquel desventurado Tremielga!...
—Aquí me conoció usted a mí, señor mío, que yo soy alguien—exclamé festivamente.
Pero esta vez no produjo el ordinario efecto de otras mi humorística salida.
No se rió el maestro Lucio con aquella carcajada de honradez y franqueza que hacía temblar sus barbas de plata; no me miró afable como solía con aquellos ojos castaños pálidos. Quedóse pensativo y mudo, con el pincel alzado, la frente contraída por las mil arrugas de su vejez y las piernas quietas, colgando del andamio. Entraba el sol por la lucerna, y al dar en la noble faz del decrépito artista, tiñendo su blusa azul de los colores naranjados rosa de los vidrios, prestábale mucha semejanza con uno de aquellos personajes bíblicos que, evocados por nosotros, habían venido a habitar las crujías del templo, los dorados camarines, el trascoro y la sacristía.
—Tú eres un niño y no te fijas aún en las cosas graves; pero aun siendo así, como es, he de contarte una historia que puede serte útil—me dijo, después de un rato de silencio, sólo interrumpido por el metálico chocar de los candeleros que un monacillo, vestido de vieja sotana, ponía en un altar.—¿Te acuerdas tú, muchacho, de mi amigo Tremielga?
—¡Y cómo si me acuerdo!—contesté, sin dejar de esgrimir el pincel sobre la cabeza de San Marcos.
Aun me parece que lo veo con su cara amarillenta como un pergamino, con sus ojos de color de la tinta, con sus manos flacas y su desgarbada persona, que parecía un aguilucho desplumado...
—Pues bien; ese aguilucho desplumado fué grande amigo mío; pero no amigo de esos que se unen hoy y se separan mañana, como bolas de billar cuando el taco las pone en movimiento, sino amigo de la infancia, compañero de escuela, discípulo de Ansualdo, voluntario del mismo regimiento cuando lo del año 9, prisionero de la misma jornada... pariente del alma, porque también tiene el alma sus primazgos y relaciones de afinidad.
-Por ejemplo—dije yo—, aquí me tiene usted a mí que soy, por el alma, hijo de usted, aun cuando el padre que me ha engendrado es otro.
—Dices bien, Leoncillo... Tremielga era un ángel, pero un ángel rebelde, con un amor propio más grande que el mundo, con un talento enorme y dislocado... Porque un día le reprendió el maestro Ansualdo delante de Pepilla, rompió el caballete y tiró los pedazos a la calle... Pero ya he mentado dos veces a mi Pepilla, y debo decirte por qué... Tenía yo diez y nueve años, y no sé qué tristeza romántica se apoderó de mí. Era el mes de Mayo. ¡Qué noches más hermosas las de aquel mes de Mayo! ¡Qué reja la de Pepilla! ¡Qué macetas de rosas las que había en ella! ¡Y qué ojos los que fulguraban detrás del follaje de las macetas, atisbando mi paso y jugando al gracioso escondite del amor!... Prendóme la graciosa cara de mi Pepilla; prendóme su cinturita de palma valenciana; prendóme la dulce canturía de su voz; prendóme el enano pie que asomaba por entre los lamidos pliegues de la falda de cúbica, como diciendo: «¡Y que nosotros, que somos tan menuditos, sostengamos todo este alcázar de hermosura!...» Y me enamoré locamente de Pepilla... Más de cinco veces pinté su retrato, entre rosales una, otra con el traje italiano que teníamos en el taller para vestir a la Virgen de la Silla; pero jamás acertaba a poner en su palmito retrechero aquella suave sombra que había debajo de los ojos, aquella lumbre de la pupila y aquellos hoyuelos, fugaces como mariposas, que esparcía la risa en su rostro.
Pasaron dos meses, y el amor era un incendio en que los dos nos abrasábamos. Una atmósfera de luz y calor nos envolvía. Un aroma que aún no han podido extraer los químicos de ninguna materia olorosa, embalsamaba nuestras almas!... Un día en que pintaba el décimo retrato de mi novia, sentí que me descargaban en la espalda un golpe, y, al volverme, vi a Tremielga, a mi amigo querido, que con el tiento en la mano y agitándole a guisa de espada, lleno de ira que en oleadas de siniestro fuego escapábase por sus ojos, me dijo:
—¡Qué miserable eres! ¿Qué sortilegio empleas para arrebatarme los asuntos de todos mis cuadros? Apenas los concibo, te pones a pintar lo mismo que yo ideé. Diríase que yo pienso por ti y que tú pintas por mí. ¡Ah, ladrón del arte! ¡Así crece tu nombre!
—¿Estás loco, Tremielga?
—Motivo había... ¿De dónde sacaste la invención de ese lienzo que pintas ahora? ¿Dónde has visto ese rostro?... Mira, no sigas moviendo el pincel; tírale o yo seré quien le arranque de tu traidora mano. Esa Venus la he sentido yo nacer en mi cerebro. Ese pecho, blanco como ala de cisne, ha palpitado al soplo de mi inspiración, y esa mano que adelanta hacia nosotros para ocultar misteriosas bellezas, se ha agitado bajo los creadores esfuerzos de mi mente. ¡Esa Venus es mía!
No le hice caso. Pensé que, según costumbre adquirida últimamente por él, se habría embriagado con cerveza, cosa en aquella edad tan rara en España como la afición a la lectura. Dejéle, pues, disputar y me marché del estudio. Pero desde entonces pude observar un cambio profundo en su conducta, y que a su amistad efusiva y franca sucedían una reserva y una indiferencia glaciales. Cuando me hablaba, apenas podía encubrir con fórmulas urbanas reticencias de odio que me herían profundamente, clavándoseme en el alma como púas de zarza.
—¡Tremielga te tiene envidia!—me decían las gentes.
Pero yo me negaba a creerlo. ¡Envidia Tremielga, cuando su talento es tan grande! ¡Envidia a mí, que me honraría siendo el autor del más malo de sus bocetos! ¡Envidia quien posee aquel lápiz con el que se apodera de las líneas de las cosas, hurtándoles las proporciones mismas de la realidad! ¡Era imposible!
Otra vez me dijeron:
—¡Tremielga trata de soplarte la dama! Pepilla Alderete le gusta, pero mucho.
Aquello era otra cosa. Yo no podía dudar del talento de Tremielga, pero podía dudar de su lealtad por dura que me fuese esta suposición. Traté de convencerme, y adquirí el convencimiento que vino a rasgar mi alma con sus uñas horribles. Imagínate, Leoncillo querido, que al ir a acariciar el perro que te sirvió de compañía durante tu vida toda, hallas que tu mano oprime, en vez de aquella hirsuta cabeza, símbolo de la inteligencia y la felicidad, la cabeza escamosa y fría de una víbora. Pues eso me sucedió a mí al ver que mi amigo, mi hermano, me engañaba.
Una noche salía yo de la catedral y me encaminaba a la reja de Pepilla. Nunca lucieron más aquellas ascuas de oro, que dicen que son mundos arrojados por Dios en la inmensidad azul; nunca tuvo murmurio más dulce y armonioso aquella fuente que en el patio de la casa habitada por Pepilla corría, corría cantándome con su voz monótona mil himnos de amor. ¡Oh, noche divina! Fué la primera que en mis labios besaron aquellos párpados que parecían hojas de rosa puestas por un hada allí para ocultar dos tesoros de diamantes. Aún se estremece dulcemente mi alma con tal recuerdo y tiembla mi corazón en su cárcel de huesos como pájaro loco que quiere volar... El reloj de la catedral parecía burlarse de nosotros adelantando el ir y venir de su batuta con que medía el tiempo; las ventanas góticas de este viejo edificio contemplábannos cual ojos envidiosos, y a veces yo creía ver dibujarse y palpitar en su órbita el espacio negro que cortaba la blancura de las piedras, señalando el hueco de las ojivas; e imaginaba—¡necio de mí!—ver en aquella pupila el mirar vidrioso de Tremielga... Al fin me despedí de Pepilla y era tan tarde, que por llegar a mi casa antes del alba eché a correr. ¡Cuál no sería mi asombro al hallarme detrás de la primera esquina la desgarbada persona de aquel desgraciado!
—¡Anda, miserable!—me dijo apretando ambos puños y acercando su cara a la mía con aire de reto.—Me has arrancado el alma. Aquella Venus que yo soñé ha pasado a ser tuya ilegítimamente... Oye, Lucio, yo pensaba matarte, pero esto no resuelve nada. Pepilla vestiría luto y estaría más bonita, más interesante con el traje negro, con la palidez del dolor, con la honda fiereza que había de despertar en su espiritillo voluntarioso y rebelde tu asesinato... Lo que hago es marcharme, porque aquí la envidia de tu bien me consume. Es un fuego que arde dentro de mis pulmones, reduciéndolos a pavesas... ¿Crees tú que es sangre lo que bulle por estas venas?—y señalaba con su tembloroso dedo índice los gruesos cordones azules que resaltaban sobre la amarilla piel, como las vetas de óxido, en el jaspe.—Pues no es sangre, sino pólvora líquida... Tú pintas mejor que yo, eres más amado que yo; me quitaste los laureles de la frente y el anillo nupcial del dedo. ¡Maldigo Dios, tu pincel y tu alma!
Y se alejó.
¡Qué cosa más atroz es causar daño al prójimo! ¡Cuando se hace sin voluntad experiméntase un dolor semejante al que todo hombre compasivo sentiría pisando una hormiga que no se ha visto antes de aplastarla, y de cuya hormiga se supiera que tenía razón, esperanza, porvenir! ¡Yo había aplastado, sin quererlo, sin quererlo, a aquella pobre hormiga, y en su postrer pataleo me daba compasión el mirarla cómo iba echando fuera los últimos alientos y las últimas ilusiones!...
Se fué a Alemania. En su cabeza llevaba un mundo muerto como el de la luna; en su corazón unas cuantas fibras secas, al modo de pedacillos de paja atados en haz de dolor. Allá vivió doce años, y cuando vino de nuevo, éramos Pepita y Lucio padres de esos tres mancebos, que son tus amigos y casi tus parientes. Venía como tú le conociste. Era, según has dicho, un aguilucho desplumado, un conjunto de huesos en fea desproporción distribuídos; pero al encontrarme un día en la calle, se irguió súbitamente, y durante un minuto volví a ver en Tremielga a aquel muchacho animoso y decidido, lleno de fe en lo porvenir, gozoso del presente, satisfecho del pasado.
—¡Ah, Lucio, Lucio!—exclamó.—Despídete de tu fama, pintorcillo. Esta idea no me la quitarás. La tengo encerrada en mi cerebro y es una cosa magnífica. ¿Quieres saber dónde la concebí? Pues fué en Pirmansen, junto a un río negro como mi humor, de cuyas embetunadas ondas miré salir una musa inspiradora. Eres un desdichado emborronador de lienzos. ¡Te compadezco!
Aquel mismo día me contaron que Tremielga había ido a ver al obispo, Mecenas inteligente y pródigo de los pintores, para pedirle que le concediera un salón de su palacio, donde pensaba exhibir cierto cuadro famoso que estaba terminando. Supe también que había dicho Tremielga en la plaza:
—Ese pillo que me ha robado todas mis ideas, va a perder de una sola vez su primacía. ¡Qué asunto el de mi cuadro!... Es un combate. Hay allí luces que ese torpe no ha visto nunca; humos que salen de la tierra y se pasean sobre el campo como gasas fúnebres del ángel de las batallas; fieros rostros de soldados en los que brilla el júbilo de la victoria y humildes caras de vencidos que piden protección. Se hablará en el mundo de mi obra, y dirán al pasar junto a la tumba de Tremielga: «¡Aquí duerme el genio!»
El obispo le otorgó lo que pedía. Instalóse el cuadro en un aposento espacioso, y cubierto con una cortina aguardaba al concurso. Allí estaba el autor, consumido por la fiebre del trabajo, y el interno rescoldo de su envidia. Todos llegamos, y cuando el obispo tomó asiento en su estadal y nos bendijo, tiró Tremielga del pedazo de sarga que ocultaba su obra. Cayó al suelo el telón y miramos todos. Pero, no bien puso sus ojos en el lienzo aquel concurso de pintores, un grito de sorpresa saltó de todas las bocas que, a un tiempo, como coro de cantares, dijeron:
—¡El cuadro de las lanzas, de Velázquez!
Sí, Leoncillo. El pobre Tremielga había compuesto como original lo que Velázquez hizo tantos años antes, y confundiendo en su alma la memoria y la fantasía, lo que aquélla le pintó como recuerdo, reputóla él creación de ésta.
Había cegado la envidia a aquel gran genio, como ciega al sol la parda nube, y en tal confusión psicológica creeríase hallar una alegoría cruel de la negra pasión que levantaba en su alma trombas de fuego y polvo.
¿Has visto nunca, Leoncillo, cosa semejante?... ¿Por qué abres tanto los ojos? ¿No me has entendido? Pues este es de aquellos sucesos que no se pueden explicar... Han dado las cinco; es ya hora de bajar desde este andamio al mundo... En el mundo hallarás espíritus fundidos en el tropel de Tremielga, y ellos te enseñarán la moraleja de mi historia. Añadiré, para darle punto, que al oir Tremielga aquella exclamación soltó una feroz carcajada, y agitando sus brazos como aspas de molino, dijo:—¡Otro ladrón de mi pensamiento! ¡Lucio me robó aquella Venus! ¡Ese... Velázquez, me ha robado la Rendición de Breda. |