Hace años que encontrándome yo en Cádiz, me invitaron a que visitase uno de los vapores que entonces hacían la carrera de Canarias. Salimos del puerto en un bote en el que había tres remeros. El vapor se hallaba a media milla de la costa. Saltaban las olas, soplaba el viento, el terrible levante, verdugo de aquellas playas. A las veces embarcábamos una cantidad enorme de agua. Nos pusimos perdidos.
Entre los que manejaban los remos había un niño de unos catorce años. Era el que con más empuje tiraba de la pala. Vestido con un pantalón de lienzo, con una chilabita blanca, ceñido el cráneo con una boina negra, parecíame entonces el único ser tranquilo en aquella ridícula aventura, de la que yo fui casi autor. No valía la pena de ir a almorzar a un vapor anclado en la bahía, por bueno que fuese el almuerzo, si antes era preciso atravesar la vorágine de los vientos y de las olas. Cuando llegamos a la escala del barco, el capitán nos dijo:
-Han pasado ustedes un mal rato. Si yo lo hubiera previsto no les hubiera invitado.
Saltamos a la escala, subimos al puente. Entonces dije:
-Y ese muchacho, el más pequeño de los remeros, el más pobre, el peor vestido, ¿cómo se llama?
El capitán contestó:
-Ese es Tolete. Famoso en la bahía. Fuerte como el acero, es un niñito incansable, valeroso, firme en sus obligaciones, muy buen niño.
A todo esto la lancha en que quedaban Tolete y los otros remeros, subía y bajaba, rascando las paredes del barco. Y yo rogué al capitán que me concediese el honor de que subiese Tolete a bordo y almorzara con nosotros.
El capitán contestó:
-Idea magnífica la de usted.
Y adelantándose sobre el compás de la escalera, gritó:
-¡Tolete! Sube, y que los otros se vayan con el bote al puerto.
Tolete obedeció. Arrancó de su cráneo la boinita. Se nos presentó cuadrado como un recluta. He de advertir que, así en tierra como en el mar, los que están destinados al servicio de la nación y del rey aprenden, antes de que nadie se lo enseñe, la sabiduría de la ordenanza.
El capitán dijo a Tolete:
-Este señor, al que has traído desde el muelle, quiere que almuerces con nosotros. Pero no va a ser en la cocina, con los galopines del servicio. Vas a almorzar con nosotros, en nuestra propia mesa, y vas a comer lo mismo que nosotros comamos.
Tolete se nos apareció entonces como un efebo de la antigua Grecia: esbelto, glacial, enérgico y dulce... Y el niño marinero contestó, no sin emoción:
-No merezco tanto, señor capitán.
Y comimos con el grumete, nombre clásico de los niños que trabajan en los mares. Y Tolete fue sentado en la silla presidencial; él nos amparó en esa fiesta.
Volvimos a tierra. Ya el levante había calmado. La navegación fue dichosa. Y al llegar al muelle, pregunté a Tolete:
-¿Tú qué quieres ser?
Y Tolete me contestó:
-¿Yo? Nada, lo que soy. Dentro de pocos años iré a servir a la Patria en un barco, porque soy inscripto de mar. Cumpliré mi obligación. Y no me olvidaré nunca de que usted me haya hecho el honor de este almuerzo. Ha sido la única vez en mi vida en que me he saciado... ¡Qué rico todo!... ¡Qué buenos platos!... ¡Cuánto cariño!... ¡Qué bien se está entre caballeros! |