Tipo lamentable de la sociedad moderna... A la puerta del hotel, en la antesala del club, en la redacción del periódico, en cualquier oficina o centro social, veréis al muchacho de menguada talla, vestido con un uniforme elegante, estilo británico: una chaquetilla que acaba en una punta sobre el vientre y en otra al final de la espalda. Abróchase esa chaquetilla con doble fila de botones dorados. Y el traje ha dado nombre a la criatura. Se le llama el «botones».
En las antiguas costumbres, todo servidor era llamado por su apelativo bautismal... Pepe... Juan... Lucas... Ahora no...
-¡Qué venga el «botones»!...
Y el «botones» aparece con su gorrito en la mano, se cuadra militarmente y espera la orden.
El «botones» de que voy a hablar, formaba parte de la servidumbre de uno de estos círculos nuevos en los que el gran negocio es la ruleta, el bacará o el monte; en suma, la pasión desenfrenada, el oro que impera en las muchedumbres contemporáneas.
Llamábase Eustaquio. Había nacido en un lugar de la provincia de Guadalajara. Su padre era cochero de punto, su madre lavandera, en el Manzanares. El ajuste era el que sigue: tres pesetas de jornal y las propinas. Las propinas eran muchas. Día hubo en que Eustaquio cobró veinticinco pesetas. Pero las misiones que se le confiaban eran por todo extremo peligrosas. El jugador perdidoso mandaba con el «botones» Eustaquio una carta al usurero: «Envíeme inmediatamente con el dador trescientas pesetas, que me urgen. Ya arreglaremos cuentas...» Otras veces era la carta del novio, el requerimiento a la dama, ¡y quién sabe cuántas cosas más!
Y el inocente niño guadalajareño andaba por Madrid en todas direcciones, trotando sobre las piedras, sobre la acera o sobre el asfalto. Y era portador, sin saberlo, de crímenes, de vicios, de pecados... Y él tornaba al club con la respuesta. Si ésta era favorable, el remitente le entregaba de propina una peseta, dos pesetas, cinco pesetas... Si la contestación era ingrata, diez céntimos bastaban para el servicio.
Y el «botones» Eustaquio, había de permanecer diez y seis horas en la antesala del club, respirando la atmósfera cargada de humo, viendo pasar el desfile de los viciosos, sin un ejemplo bueno, sin una doctrina salvadora, sin el descanso necesario... Y así vivió el «botones» Eustaquio hasta que un día...
Un día, yendo por la calle de Alcalá, le atropelló un auto. Él siempre iba de prisa para cumplir sus obligaciones. Saltó de un tranvía, quiso pasar rápidamente la calle, y una de esas máquinas de muerte que han inventado el lujo, la vanidad y la estupidez contemporáneas, pasó sobre el niño. Recogiéronle los guardias. Tenía rota una pierna. Había sufrido lesiones en el cráneo. Fue a una Casa de Socorro inmediata, donde le curaron con la maestría y el celo propios de estos facultativos. Pero no pudieron detener el empuje de la muerte. Es que la muerte quería llevarse al niño. Porque a veces la Muerte es la reparadora, es la justiciera...
¿Qué va a ser de un niño a quien desde la edad inicial se le entrega al espectáculo del vicio, al esfuerzo del músculo, a la insania de una atmósfera viciada.?... Lo mejor es que ese niño desaparezca.
Y Eustaquio, el «botones» de mi narración, murió tres días después del acontecimiento.
Si de algo sirvieran para los desorientados y frívolos humanos estos casos, yo se lo ofrecería a la buena voluntad común de los hijos de Eva.
Pero no sirve de nada el ejemplo; y es innecesaria la inmolación de un mártir... El «botones» quedó para siempre en la tumba, y de él no hay memoria. Sólo algún socio preguntó: «¿Qué es del «botones» de la cara blanca y del pelo rubio?...» Y un conserje del club contestó: «¡Lo aplastó un automóvil!» |