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Luis Antón del Olmet

"La risa del fauno"

Capítulo 6: Viernes

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La risa del fauno
Viernes

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Viernes

 

Por la mañana, impensadamente, llegó un criado del Hotel Europeo preguntando por la señorita Laura. Traía una carta y era de Miguel: «Necesito explicarle lo de anoche... Fue una desdicha. ¿Quiere usted que esta tarde, aprovechando el buen tiempo y el sol, demos un paseo a caballo?» Rosa inquirió:

— ¿Qué te dice?

— Me invita a dar un paseo a caballo.

La amiga frunció el ceño:

—Supongo que no aceptarás. A menos que me quieras dejar en casa o que te quieras poner demasiado en evidencia.

Laura se detuvo, vacilante. El criado esperaba en el dintel, serio e inmóvil.

— ¿Le ha dicho el señorito que espere la contestación?

— Sí, señora.

Laura se removía por la antesala, yendo de un sitio a otro, con los pies y el pensamiento vacilantes. Rosa la miraba con profunda fijeza :

— Supongo que no querrás ponerte en ridículo, poniéndome de paso a mí. ¡No tendrían poco que decir esas gentes !

El criado sonreía imperceptible, escuchando. Pasaron algunos minutos. Laura dio con el pie en el suelo.

— Dígale al señorito que ¡sí! A las cuatro le esperaré vestida.

Salió el criado. Rosa, iracunda, metióse en la alcoba de súbito, dando un portazo ultrajante. Laura, inmóvil, batallaba sordamente. Había hecho bien. Necesitaba saber el motivo de aquella informalidad. Era preciso que le explicase su visita a Rosa. Aquello no podía ser un juego abominable. Sin duda fue un olvido. Ya Rosa se lo había explicado minuciosamente. Se le había hecho tarde, entretenido con unos importunos. Cuando reparó, eran más de las siete. Entonces, figurándose que ella no había querido permanecer en el bazar, había ido a casa, creyendo encontrarla. Estaba Rosa. Allí estuvo un instante, el bastante para no pecar de grosero, lo suficiente para dar dos fumadas a un cigarrillo. Después se había despedido y había marchado apresuradamente para el bazar.

Esto le había referido Rosa, jurándole decir verdad. Pero necesitaba escucharlo de su misma voz. Encontraba la explicación pueril, digna de un cadete. ¡Ah! Era forzoso hablar con él escucharle, oírle pedir perdón, jurarle que la amaba. ¿La opinión de las gentes? Perdió sus ojos en el techo con frivolidad. Cantó algo trivial, distraída ¡Iría! ¡Bah!...

***

A las cuatro se oyó en los guijos de la calle vivo repiqueteo de herraduras. Rosa se asomó tímidamente. Venían los caballos. Sobre uno, cabalgaba Miguel, gallardo, vestido con un traje de dril, marcada la firme pantorrilla por la morena bota de montar. Otro venía descabalgado, con silla de mujer, conducido del diestro por un rapazuelo. Miguel saludó, sonriendo finamente :

—Pero ¿usted sin vestir? ¿No viene con nosotros?

Rosa se mordió un labio.

—¿Yo? ¡Pobre de mí! En la vida me be visto en esos trotes. ¡Yo a caballo!

Y reía forzadamente con hipocresía.

Laura emergió al balcón, vestida de amazona. Saludó con la mano cordialmente:

—¡Voy, Miguel!

Y se internó, arrastrando a Rosa. Le dio un beso lleno de astucia y de artería, y salió a la calle. Atravesó la acera. Miguel había descabalgado y se inclinaba respetuoso y lisonjero.

—¡Qué linda!

Lo estaba. Con el negro vestido de amazona, recogida la falda para mostrar la alta bota en cuyo tacón brillaba la fina espuela de plata, con su fusta flexible y vivaz en la mano derecha, con su boina, prendida al desgaire, sobre los cabellos rubios; con estos últimos atavíos elegantes que se habían salvado del naufragio de su casa, estaba ciertamente muy linda. Saludó, yéndose hacia la yegua, fría, dócil y apacible, que esperaba con las orejas gachas y la mirada melancólica. Cogió las bridas. Miguel se había abatido sobre el suelo para juntar sus manos, que engargantillaron el diminuto pie. Este apoyóse ligeramente en las membrudas manos varoniles. Se aupó, suelta y rápida, y quedó subida sobre la silla de montar, sujetando fuertemente a la yegua, que coceaba espantada y recelosa.

—¡Ejem!...¡Bravo!— dijo Miguel, prendado de su gentileza.

Fuese después hacia su rocín, y montó, ágil.

Emparejaron las cabalgaduras y se pusieron en marcha. Marchaban muy bien el jinete gallardo y la amazona gentil. Rosa, desde el balcón, los miraba, ahogando su ira. Contestó al saludo que le dirigieron y los vio perderse en el confín de la calleja aldeana.

***

Cruzaron al paso la Herradura, altos en sus rocines, desafiando las miradas que desde puertas y balcones les dirigían, sintiéndose soberbios y admirados. Pasaron la puerta de Segovia y se internaron por la carretera. Ante ellos se extendía un infinito cielo azul. A los lados del camino, hoteles, quintas y huertos floridos. Se miraron y sonrieron. Miguel le preguntó:

— ¿Subimos a la Cueva del Monje? Es un sitio precioso, entre pinares.

—¡Vamos!

Pusieron los caballos al galope, a una femenina y suave media rienda. Pasaron la fuente del Cochero, la de la tía Carabina. Antes de llegar a Valsaín, Miguel torció a la izquierda por una cuesta empinada. Anduvieron algunos kilómetros monte arriba. A veces se cruzaban con un peatón que se quitaba el sombrero:

— Buenas tardes, señores.

Y seguían subiendo por el camino, fragante y oloroso, entre los altos, verdes y amigables pinos.

Cuando llegaron a la planicie, en lo alto de la montaña, Miguel señaló un peñasco gigantesco en cuya base se abría una gran brecha.

— Ahí dicen que vivía un penitente a quien los ciervos mismos le traían pan.

Hubo un instante de silencio.

— ¿Verdad que el penitente era un hombre envidiable? Bajo este cielo y en este bosque, cualquier mortal puede ser feliz. Yo, al menos, lo sería. Pero con usted. Solo, no.

Laura detuvo su yegua. Estaba cansada y propuso hacer un alto.

Después, se le ocurrió beber.

Ató Miguel los caballos al tronco de un pino y condujo a su amiga hasta un manantial. El sitio era de una belleza suprema. Se había espesado el bosque. Entre el enmarañado ramaje apenas se filtraba la lluvia dorada del sol, que enviaba su luz, como rocío imperceptible. Crecían los helechos enanos en el suelo fértil. Reinaba un gran silencio de austeridad. Sólo se oía el batir de las alas de algún ave errabunda o el pitido rápido de un mirlo. A ras del suelo fluía débilmente el agua fresca, pura, de un manantial que sangraba de la roca viva.

Bebieron golosamente y se sentaron. Hubo un instante de sigilo miedoso. Laura miraba furtivamente a Miguel. Veía sus brazos firmes, su cuerpo vigoroso, su mirada profunda. Después miraba al bosque, sólo habitado por aves temerosas y gamos tímidos. Habló:

— Miguel, diga...

Su voz tenía un acento de sumisión y de esperanza.

— ¿Para qué? ¡Explicaciones! Deje que hable por mí la poesía del bosque.

— No es bastante. Los pinos no podrían explicarme el motivo de su informalidad.

—¡Chiquilla!

Se había acercado a ella y le había cogido una mano. Durante un momento se miraron fijos en los ojos. Reía el bosque, acariciado por una brisa tenue y sensual. Miguel habló despacio, confidente, íntimo:

— Ya sabe que la adoro, Laura, ¡que la adoro! ¿Para qué remover cosas pasadas? ¡Sería pueril! Si quisiera sincerarme, ¿qué trabajo me costana inventar una farsa? El corazón de usted me quiere y se apresuraría a creerla. No fui al bazar porque temía, porque me azoraba el sitio. ¡Aquella gente tan fastidiosa! Después fui a su casa, creyendo que la encontraría. Estaba seguro. ¡Perdón! Pero créame una cosa. Si no me interesa usted, ¿qué habría de importarme la hora y el lugar?

Calló un momento. Después añadió en tono convincente y apasionado:

— Ahora que estamos solos, se lo repito a usted, ¡la adoro!

Laura se había arrebolado y jadeaba. Y lo miró para leer en sus ojos. Estos, entre las negras pestañas, decían verdad. Y lo amó locamente un instante, en un delirio de agradecimiento y de esperanzas. El bosque se mostraba propicio a las confidencias. Y habló, desnudando su alma ante aquel hombre providencial, que parecía venir a salvarla en un instante crítico, supremo de su vida. Y le contó su historia, toda su historia triste, y le habló de sus ansias, de sus temores, de sus tormentos. El no era un amante. Era más. Era su todo. Era el sosiego para su espíritu, hasta la garantía de su honra. Lo adoraba con toda su alma, como nadie lo había idolatrado en su vida entera, como nadie podría idolatrarle después.

Calló, de pronto, confusa, azorada. Miguel besaba sus manos, sonriendo, quizá un poco enternecido:

— Niña mía..., niña mía.

Ella se levantó riendo, enseñando los blancos dientecitos, que fulgían entre los labios sangrientos:

—¿Seguimos el paseo?

Miguel desató los caballos. Subieron ambos y empezaron a bajar la montaña. Iban a campo traviesa para evitar el largo rodeo del camino real, asustando a los díscolos habitantes del bosque, hollando la vegetación virgen, asombrando a los arroyos en cuyas aguas ingenuas no se habían copiado jamás rostros humanos.

Llegaron a la carretera de Valsaín y avanzaron un poco para ver las hoces del río. Desembocaron en una llanada amarilla, donde habían sido talados algunos centenares de pinos.

Allí merendaban algunas familias traídas en landós suntuosos o en vocingleros ómnibus. Entre ellos pasaron jinete y amazona, alzando un murmullo de comentarios y hablillas. Penetraron más y llegaron al borde del río. Este, saltarín, bullicioso, se despeñaba entre las rocas abruptas. La Boca del Asno, una enorme piedra, tallada por los cíclopes en una configuración pollinesca, veía pasar inmóvil a sus pies el agua fría y chillona que retozaba entre los peñascales, suicidándose desde los altos abismos, formando apacibles remansos, donde movían las libélulas sus finas patitas, asustadas, febriles, evitando ser arrastradas por la corriente.

Tornaron a la carretera y pusieron de nuevo los caballos al galope. Pasaron los pinares otra vez. A veces, venía precursor el sonajeo jovial de collerones cascabeleros y pasaban los coches donde iban gentes que los miraban con asombro. Ellos, felices, los insultaban con sus gestos gallardos, en una dulce complicidad amorosa.

Pasaron Valsaín.

Cuando llegaron a La Granja, aún era de día.

— ¿Quiere usted que demos una vuelta, preciosa? Son diez minutos.

Bordearon el pueblo y se internaron otra vez en el campo. Ya allí no había pinares ni fragancia. La llanura castellana, amarilla, lúgubre, desolada, como de un planeta muerto, se extendía en lontananza, sin verdor. Al final, unos cerros cárdenos, impasibles, sombríos. En sus crestas, el claror de la nieve.

Iban al paso y se decían palabras de amor. Sus rocines, juntos, se daban cabezadas amistosas. Laura sentía el inefable encanto de aquel amor aventurero y rebelde, surgido de improviso y arraigado tan hondo en lo íntimo de su alma.

Anochecía. Invadían, lentas, las sombras al campo. Un cuclillo, irónico, prorrumpía en un chillido discorde y burlón, oculto en la fronda. De lejos venía rumor tintineante de esquilas, y los rebaños pasaban remotos, como un mar blanco y lento. El sol, bajo el horizonte, enviaba, rápido y lívido, su postrer rayo. Se hacía de noche.

— Volvamos, Miguel.

— Sí, pero antes me has de dar un beso.

Acercó bruscamente su caballo a la yegua. Laura sintió en sus sienes el roce de un bigote acariciador, y en su boca el contacto caliente, húmedo, salobre, de unos labios apasionados, febriles. Cerró los ojos. Y casi sin sentido, se abandonó... y se dejó besar.

La Naturaleza pareció estremecerse en un íntimo susurro de complicidad, de encubrimiento...

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