A mi rey del bosque cordobés le gustaba comer carne cruda, le gustaba imitar el ruido que hace un trapo cuando limpia los vidrios de las ventanas: ése era su canto y por eso dejé que se fuera y adopté un zorzal cordobés, recién nacido, que no aceptó la libertad, por más que se la brindara con la jaula abierta. No quiso dejarme: fue su tiranía. En vano le enseñaba a volar, lanzándolo al aire. En su vuelo más prolongado se posó un día en el techo de la casa. Volvió y corrió a mis pies, buscando su cautiverio. Así vivió, como un perro con alas, que me seguía hasta el fondo de la casa y que salía al jardín cuando yo salía. A mí todo esto me perturbaba. Lo llevé a San Isidro. Me ocupaba de él. Le hablaba. Abría la jaula. El zorzal salía, pero nunca se escapaba. Y qué hubiera hecho, yo pensaba, entre pájaros desconocidos y extranjeros. ¿Cómo viviría entre árboles? Siempre me preocupaba las vidas de los animales como si fuesen de mi especie. Mi padre se enfermó gravemente en mi casa, y yo pensé que era por culpa del zorzal. Por una semana dejé de verlo y me fui a San Isidro. Cuando lo visité quiso clavarme el pico en la mano. Tanta furia me espantó. No podía reconciliarme con él. Tres días después volví. Había abierto los barrotes de la jaula y se había ido. Miré al cielo y pensé que no volvería a tener un zorzal porque no volvería a recuperar la amistad de ese único zorzal, que me torturaría con su canto todos los veranos. |