Por el camino de la montaña que llega a Megéve, en el mes de enero, en pleno invierno, avanzaba el automóvil, como sobre algodón. Desde hacía treinta años, me dijeron, no nevaba tanto en Francia. Subía el automóvil como si volara por la soledad del camino blanco bordeado de abetos, de pinos, de cipreses. Un precipicio a un lado, perfecto como una tapicería; la piedra abrupta del otro, cubierta de nieve, leve como plumas de cisne, perfeccionaban la soledad. Pero la nieve no es tan buena como parece. De pronto un convoy extraordinario, así lo llaman en Francia, lentamente detuvo su marcha. Iba adelante ocupando casi todo el ancho del camino. Las huellas que dejaban las ruedas del camión hacían patinar las de nuestro automóvil y nos empujaban hacia el abismo. Cuando se detuvo el camión y tuvimos que frenar, se deslizó ligeramente el automóvil. Caía la noche. Íbamos a bajar del coche para pedir consejo al camionero. Me calcé las botas: la izquierda en el pie derecho, la derecha en el pie izquierdo. "Dicen que trae mala suerte", musité aterrada cuando vi, pegados casi al vidrio de la ventanilla, cuatro farolitos que parecían de bicicleta. Qué extraño, pensé, ciclistas a esta hora, a esta altura, con esta nieve. Los farolitos subían y bajaban en el aire. Pensé que tampoco la acrobacia ciclista convenía a ese clima. Me saqué la bota izquierda, luego la derecha. Me calcé las botas, cada una en su pie correspondiente. Cuando volví a mirar por la ventanilla me pareció que los farolitos eran ojos, tal vez de gato o de perro. No me equivoqué: eran ojos, pero de lobos. Recordé que había leído en alguna parte que los lobos saltan alegremente cuando se preparan para un festín. Entreabrí la ventanilla y grité al camionero: "Señor, ¿éstos son lobos o perros? ¿Perros o lobos?", repetí cambiando el orden de las palabras. Durante unos instantes pregunté en francés, con mi mejor pronunciación: "Loups ou chats? Chats ou loups?". No advertía que en lugar de perro decía gato, tan grande era mi susto. Creería el hombre que yo lo insultaba, porque en francés se armonizaban mal las palabras. Un lobo no parece un gato; evidentemente el hombre no me tomó en cuenta. Nadie contestó. Conectamos la radio, movimos los diales. Oímos algo de Schumann. Los ojos súbitamente desaparecieron. El "convoy extraordinario" se puso lentamente en marcha, pero en el momento de arrancar por poco se nos viene encima. Detrás de esa mole peligrosa, y de algún modo protectora, reanudamos el viaje. Y ya casi arrepentida de llegar tan pronto (porque el miedo es a veces un elemento mágico), llegamos a Megéve, entre muros de nieve a cada lado de los caminos donde pasaban las barredoras y hombres con palas que limpiaban los surcos. No se podía entrar en el hotel por la puerta lateral que comunicaba con el hall, cuya inmensa terraza se vislumbraba por las altas puertas corredizas de vidrio. Allí estaban en rueda los sillones, como enfundados en la nieve. Admiré un momento la blancura de esa soledad. Tuve un presentimiento. Salí a la terraza a respirar el olor de la nieve. Después, más tarde, subimos a un trineo cuyos cascabeles llenaron de música soñada anteriormente la noche iluminada por el hielo. Pero pronto me di cuenta de que seguía encerrada en el automóvil y que ya los lobos habían entrado por la ventanilla ardientes de hambre, y de un salto me habían devorado. ¿Cuántos lobos eran? Nunca lo sabré, pues dormida quedé sentada en un sillón forrado de nieve del hotel, en mi sueño. |