Tenía los ojos, más bien dicho las pupilas, cuadradas, la boca triangular, una sola ceja para los dos ojos, una desviación en un ojo azul, en el verde otra desviación volvía la mirada acuciante; sus manos no se parecían a ninguna mano, sus dedos tampoco; su pelo lacio y negro (no todo) se erguía como si el viento lo levantara. En el óvalo irrefutable de su cara, una mitad de la mandíbula, más pronunciada que la otra, distorsionaba los rasgos. "Cuanto más fuerte la mandíbula, más débil la conversación", dice un refrán que leí en un libro inglés, que no cuadra mencionar en este caso, pues el personaje que estoy describiendo hablaba con demasiado énfasis y era lo que se llama vulgarmente "latero". Un cuello muy largo sostenía con dificultad la cabeza, detalle que no debo omitir, pues le daba un aire somnoliento que no concordaba con su extraordinaria verbosidad. Las uñas eran pedacitos de nácar, desproporcionadas, puntiagudas. Su voz silbaba entre las ramas de un bosque; en una habitación, en cambio, resonaba tan hondamente que despertaba un eco insólito. La lengua padecía de un defecto y se enredaba entre los dientes al pronunciar ciertos vocablos. Este detalle lo hacía parecer extranjero, a veces. De ahí su manía de preguntar incesantemente "¿cómo es?" al principio de cada frase, como si el dueño de cada frase fuese su interlocutor. Al caminar trotaba, aunque fuera con lentitud. ¿Alguien podría enamorarse de una persona como ésta? "Yo puedo, yo podría, yo podré", exclamó una chica terca a decir basta, que conocí en un barco. Ya se había enamorado al ver el retrato del ni siquiera joven personaje.
Yo era buen mozo. ¿Por qué no confesarlo? Existen los espejos y las fotografías y los ojos de los demás para revelármelo. Ningún problema psicológico empañó hasta hoy mi satisfacción física; ningún complejo de inferioridad ni superioridad mi alegría psíquica; soy el dueño de mis actos y de mi voluntad. Tendría ahora que cambiar el tiempo del verbo y decir "era", con el mismo desparpajo pero con auténtica tristeza. De nada sirve la hermosura. Nuestra vida es un pandemónium si no atrae al ser amado.
Durante años debí acompañar a los enamorados: la muchacha a la que yo amaba y el tipo más horrible del universo, que recibía las más atrevidas alabanzas... ¿Qué podía hacer yo? Por alguna perversidad del destino estos enamorados no podían verse sin mí. Sufría al verlos juntos.
Hicimos una excursión por las provincias y mucho más lejos; el mucho más lejos existe en nuestra tierra con insistencia en cuanto creemos llegar a un sitio determinado. Yo tenía un automóvil, era uno de mis encantos, ellos no tenían. Por circunstancias ineludibles, durante las vacaciones, dormimos los tres juntos en la carpa que llevábamos y sobrellevábamos, pues había que armarla a cada rato. Que tuviéramos que dormir los tres juntos en la carpa por un azar se volvió costumbre. No me pareció desagradable, ni siquiera incómodo. Al aire libre todo se acepta como cosa natural. Pude revelar mi superioridad en la cama y aprovechar la oscuridad para que se vieran el menor tiempo posible los ojos cuadrados de mi rival y la boca triangular, tan seductores, Dios sabe por qué.
¿Cuánto tiempo duraría este concurso de habilidad sexual? Yo pensaba que tal vez siempre, porque somos fieles hasta en la infidelidad. Olvidar por un tiempo los deberes morales, las costumbres, conviene. Nuestra tierra es infinita y aprendíamos geografía. Llegamos hasta las regiones más frías, con glaciares estupefacientes, con osos y pingüinos, y hasta las más tropicales con jaguares, monos, serpientes, loros de nuestro país. Yo tenía mi escopeta preparada para cualquier cacería en el asiento posterior del automóvil. En un momento en que revisé el agua del radiador y el aceite, les mostré el arma. Ellos me dijeron que raras veces los animales de esa zona atacan a las personas, si no es por un hambre irresistible. ¿Por qué iba a matarlos? Parecían conocer mejor que yo a estos animales: tapires, venados, cerdos salvajes, monos, gatos monteses, víboras, loros. Al nombrar a los jaguares dijeron que eran animales soberbios cuya fama de ferocidad era injustificada, ya que sólo atacaban cuando tenían hambre, cosa que no me pareció muy razonable, ya que hambre se tiene casi siempre. En lo que no estaban de acuerdo era con mi propósito de cazar. Cazar es uno de los deportes que más me interesa. Conservo un sombrero con una plumita típico de cazador y el ancho cinturón con ganchos para colgar las presas, siempre que no sea un jaguar. Ellos pensaban que sólo los depravados tienen el afán de matar por matar.
En Misiones nos detuvimos atraídos por la selva y con la esperanza de llegar a las cataratas. En varias oportunidades creímos oír el fragor del agua. Nunca había visto cedros y araucarias tan altos. Por la televisión me enteré de gente que en Neuquén cocinaba semillas de araucarias para comerlas. Tratamos de juntar esas semillas en vano. La arboleda de la selva alejaba el cielo de un modo aterrador. Fue allí donde desapareció mi rival. Desapareció una noche en que la luna filtraba la luz como un reflector potente. Todos los insectos zumbaban, se hubiera dicho, con más pasión en ese instante, agrandando el bosque y oscureciendo la oscuridad. Habíamos encontrado un lugar agradable y seguro para colocar la carpa.
Todo estaba preparado para la cena. Durante unos instantes me regocijé de que mi rival tardara tanto en volver de su exploración, pero empecé a inquietarme cuando el tiempo transcurrió interrumpido por chistidos de lechuzas. ¿No dicen que son de mal agüero? Creo que recé para que volviera, al ver la cara afligida de nuestra compañera. En un lugar desierto ningún socorro puede esperarse; nada es más cruel que la insistencia de la soledad. Una nube de mosquitos nos acosaba. ¡Pensar que ese vuelo es un vuelo nupcial! Nos metimos en la carpa con las linternas encendidas. Oí, o creí oír, el rugido de una bestia, que la muchacha no oyó, porque había hecho funcionar el grabador con la sonoridad máxima. Tuve la impresión de que ensayaba pasos de baile. Me tendió los brazos, por primera vez con amor, para que bailáramos. La miré como quien mira un detergente. Se había vestido, lavado con poquita agua de una botella y puesto un camisón de gasa. A pesar de mi turbación pensé que el atuendo, de extrema elegancia, la mostraba más desnuda que desnuda. ¿Provocación? Yo no podía pensar en esas sutilezas que hubiera apreciado tanto en otra oportunidad. Había que esperar. ¿Esperar qué? Pasaron horas y horas, con un canto de grillos insoportable. A las cinco de la mañana, un color rojo se filtró por entre las hojas, cayó al suelo: era el color natural de la tierra. Pensé en cómo hubiera podido aprovechar ese momento de soledad con quien hasta entonces nunca había estado solo, si no fuera por miedo. Muy lejos, en la noche, me pareció que se aproximaba un olor a fiera. El olor suele tener pasos, dar más miedo que una imagen. Me atreví a correr la cortina. No vi nada. Salí de la carpa. Un jaguar, creo que así lo llaman, avanzaba lejos, arrastrándose entre algunos claros de la selva. Avanzaba como avanza el agua, sinuosamente. Lo primero que vi fueron sus ojos, las pupilas cuadradas. Lo miré fijamente, paralizado de terror. Dio media vuelta y se fue, ondulando con su cuerpo el aire. Volvió, para entrar en la carpa como si la conociera. |