Hasta después de su pubertad, nadie advirtió la pasión que la dominaba: el deseo de inspirar compasión. Y ese deseo era tan fuerte en ella que contrajo varias enfermedades voluntariamente y consiguió verse abocada a situaciones que correspondían a una suerte de enfermedad para despertar la más profunda compasión en el prójimo. Haré después una síntesis de los actos que me hicieron descubrir el fondo de sus móviles.
Fue así cómo me enamoré de ella: estaba en una playa veraneando por azar y la vecindad de su carpa me permitió no sólo conversar con ella, compartir sus baños, sino alcanzarle la toalla para que se secara el pelo, el espejo para que se peinara, convidarla con un sándwich y sacarle una fotografía completamente desnuda entre los tamariscos. Una tarde muy luminosa, en que los bañistas podían bañarse de noche, llegó despeinada y maltrecha, con sangre en los labios, a decirme que cinco jóvenes la habían violado entre los tamariscos. Quise consolarla. Me tuvo rencor por el hecho de haberla fotografiado desnuda, porque, aunque estuviera de moda la desnudez, los jóvenes no estaban habituados todavía a esas licencias y el hecho de verla desnuda había incitado a estos cinco a violarla. Lloró tanto que tuve que acompañarla al oculista al día siguiente.
—Nadie va a querer casarse conmigo —musitaba entre sus sollozos—.
—¿Pero eres virgen? —me atreví a preguntarle—.
—Aunque lo repruebes —me contestó redoblando su llanto—.
—Pero hoy día no tiene importancia la virginidad —le dije—, además podrías conseguirla fácilmente con el auspicio de un ginecólogo.
—Nunca engañaría a un hombre al que amo —me contestó—.
Me enamoré de ella porque su belleza era tan imperiosa que no pude resistir a sus encantos. Por incomprensibles que fueran sus sentimientos y sus palabras: ahí estaban sus ojos verdes, ahí estaba su boca, ahí estaba su perfil de ángel, ahí estaban sus manos sensibles, ahí estaba su oreja para no desmentirlos. ¿Algún día seré feliz con ella?, me preguntaba. ¿Tendremos hijos, viviremos en una casa con un jardín? Era una mujer rica, vivía en una casa lujosa, pero nunca pensé en su fortuna al imaginarme casado con ella; ni el interés de mejorar mi posición social tuvo preponderancia en mis deseos de casarme con ella. Soy pobre, pero no envidio a la gente que vive con más comodidades que yo. Mudarme de mi pobreza me arredraba cuando logré estar a punto de casarme. Duermo con un perro, ella no lo querría; tengo un canario, ella no lo toleraría; como cebolla cruda, le daría asco; soy desordenado, me reprendería amargamente; me gusta usar una camisa azul, que parece siempre la misma, ella me haría cambiar, usar una rosada; no uso corbata ni para ir al cine, me impondría la corbata; me corto el pelo una vez al mes, por ella tendría que hacerlo cuatro veces al mes. "Sos un cochino", me dijo en cierta ocasión cuando comía salchichón. No comer salchichón me parece imposible.
Mejor no casarse cuando uno no tiene los mismos gustos, total se vive el amor con igual pasión casado o soltero, cuando la amada se entrega a uno.
A través de largas entrevistas, en que lo más importante eran las despedidas, fui conociéndola. No olvido la tarde de carnaval en que se disfrazó de campesina holandesa. El traje era sumamente abrigado, de paño lenci, con tres faldas superpuestas y dos chalecos: uno de algodón blanco y otro de terciopelo. Dos trenzas de lana amarilla completaban el peinado. Transpiraba tanto que no dejaba que la tocara. En plena fiesta tuvo un desmayo: cayó al suelo como un género; una vez en el suelo entorno los párpados de manera que sólo se le viera la parte blanca de los ojos. Creí que estaba muerta. Con voz inaudible, me dijo:
—Siento que la vida se me va; como en otro mundo oigo lejos las voces y veo todo borroso; como en el día del apocalipsis, que leí en la Biblia.
Me llamó la atención que pudiera pronunciar una frase tan larga en el estado en que se encontraba. Lloré de desesperación, de impotencia. En algún momento creí que se insinuaba en su rostro una sonrisa de satisfacción, pero deseché la idea y lo atribuí a la bienaventuranza de la agonía. La cuidé hasta las cinco de la mañana, dándole gotas de coramina y alguna tacita de café que me prepararon en la cocina, con otras tazas de cedrón. Luego, a medida que mi aflicción crecía, pareció mejorar. Le dije que la amaba entrañablemente, cosa que nunca le había dicho ni sentido la necesidad de decirle. La vida cambió para mí. Pensé seriamente en el matrimonio.
—Qué triste este mundo —dijo cuando la vistieron de novia—. Hizo llorar a todo el mundo cuando, al peinarse el flequillo, rasgó el velo que le habían colocado.
—Esto es de mal augurio —exclamó, recogiendo parte de los azahares que se habían caído—. Nunca seremos felices —me dijo, mirándome a los ojos—.
—¿Por qué sos tan supersticiosa? —le pregunté—. ¿No crees que así se atraen las desdichas?.
—Si no se atraen, vienen solas —me respondió, y sonrió con la misma sonrisa que yo le había sorprendido cuando me vio llorar—.
Cuando nos casamos, entre otras calamidades —un golpe que se dio al patinar sobre el hielo y la pérdida de un anillo valioso—, logró enfermar.
Le diagnosticaron, según me dijo, porque nunca me permitía que la acompañara al médico, los males de un virus filtrable. La enfermedad era muy rara, pasaba de una gran euforia a la más profunda depresión acompañada de náuseas y de dolores de cabeza. Estuvo una semana en cama, sin permitir que le abrieran las persianas para que el sol no perjudicara la claridad de sus ojos ni la seda de las cortinas. Cuando se levantó parecía más bonita y delicada. La llevé a pasear en coche por los lagos de Palermo. Nos detuvimos frente al patio andaluz, donde comimos un helado. Los turistas que pasaban nos miraban con insistencia. Lo atribuyo a mi facha de facineroso.
La convivencia resultó fácil de sobrellevar. Nos teníamos una mutua confianza. En un secrétaire ella guardaba sus papeles. No tenía inconveniente de que yo leyera las cartas que a veces, debo confesar, me llenaban de curiosidad. Un día descubrí un sobrecito que llamó mi atención por el tamaño y por el color. Abrí el sobre. Leí la carta: "Querido Niño Jesús: se acerca el día de Navidad y yo estoy muy triste. Me lastimé la rodilla con un vidrio y el dolor es como estar en el infierno. La herida que tengo es más grande que la rodilla. Para consolarme del dolor quisiera tener una casita de muñecas y una ambulancia con una enfermera, también un equipo de enfermería. Firmo mojando la pluma en mi sangre. Felicia. Navidad de 1955".
—¿Qué edad tenías cuando escribiste esta carta?. ¿Siete años?.
—Yo no la escribí. Lo hizo mi tía.
—¿Pero vos la firmaste?.
—Claro. Y con mi sangre.
—¿Y el Niño Jesús te trajo todo lo que le pediste?.
—Todo, salvo la ambulancia, que era muy cara porque había que sumarla a la casa de muñecas, que era carísima. |