Para una vida de cuarenta años, pensándolo bien, no es mucho: no prueba ni inconstancia ni falta de seriedad amar dieciocho veces. Prueba sólo la imposibilidad de vivir sin amor.
El primer amor fue una pareja que me cuidaba, de modo que yo amaba cuatro ojos en vez de dos, dos bocas en vez de una, cuatro manos en vez de dos, cuatro brazos en vez de dos, cuarenta dedos en vez de veinte, dos cabelleras en vez de una, dos ombligos en vez de uno, dos narices en vez de una, dos lenguas en vez de una, de dientes no sabría decir el número, sabría de los órganos internos y externos y de otros detalles que forman parte del cuerpo humano, pero no entraré en tantos pormenores. Toda esta enumeración parece del todo vana, pero no lo es, si se piensa que cada par de ojos está expuesto a la conjuntivitis, al glaucoma, a la ceguera; cada hígado a la cirrosis o a la hepatitis, cada corazón al infarto o al paro cardíaco; sin contar los males menores que se demoran en las uñas o en las plantas de los pies, como los hongos; en la garganta, como las amígdalas, etc. Que dos personas se entiendan sin que algo ande mal, ya sea físico o psíquico, es muy difícil; que tres personas se entiendan es casi imposible, ya que una sola persona a gatas se entiende. Existen otros males que no mencioné, como la envidia, los celos, la desconfianza, el malentendido; todo esto pesa sobre la vida del amor más perfecto y capaz de sacrificio. En el fondo, ¿quién comprende a quién? Nadie lo sabe. Por eso la Trinidad es una de las más sublimes perfecciones de la religión católica.
Se llamaba Anaisidro a veces, otras veces Isidroana, según la hora en que lo frecuentaba, que era a todas horas. Para hacerme dormir, tocaba el piano a cuatro manos o cantaba a dos voces. El piano obraba como un hipnótico sobre mi organismo, por más que quisiera oír un poco más de lo que había oído, me vencía el sueño totalmente. El dúo ejercía un efecto distinto: me desvelaba, y el llanto que salía de mi garganta reclamaba una bebida inmediata y tibia, que no tardaba en llegar en una botella cuyo color era de piedra de luna.
Por más que digan que la piedra de luna trae mala suerte, a mí me enternece contemplarla porque me recuerda los misterios de la primera nutrición, cuando la garganta sabe que está tragando la vida, la energía, el futuro, el destino. A veces prefería a Isidroana, a veces a Anaisidro, todo dependía del género de la bata o de la vestimenta que llevaban, cuyo colorido cautivaba mi alma hasta hacerme gritar de goce o de terror. Dependía también de un sonajero que representaba el movimiento rítmico de una majada o de un jabón cuyo perfume rosado competía con el gusto de la naranjada o del durazno aplastado con un tenedor sobre un paisaje donde corría un río con cisnes plácidos que yo no sabía que eran cisnes, pero que presentía que estarían ligados a Leda en la mitología griega, con un cuello tan sensual que serviría de brazos, de humano acercamiento, acoplamiento más bien, en un calidoscopio en continuo movimiento. Jugaba conmigo. El juego era muy agradable, cuando no era demasiado violento. Cuatro manos pueden jugar a la pelota con un niño que parece de goma: y así lo hicieron. El júbilo es tan grande que no tiene límites. De aquel juego caí al suelo, muerto: así lo anunciaron los vecinos. Pero la muerte no quiso de mí aquel día. Se arrodilló. Me miró. Y, sin saludarme, se fue en busca de un muerto de frío más digno de sus atenciones.
El segundo amor fue casi una media persona. Para reanimarse, tenía que beber dos litros de leche al día. Le faltaba un brazo; en lugar de brazo tenía una paleta de yeso para escribir a máquina o un gancho para el ping—pong. Le faltaban las dos piernas; esta circunstancia hacía que pareciera una estatua, ya que el resto de su cuerpo era perfecto y lo movía con tanta gracia y aplomo que despertaba la envidia de hombres y mujeres que la contemplaban. Había que visitarla en el Instituto de Rehabilitación, con un permiso especial. Era muy difícil encontrarla, porque volaba por los corredores del Instituto en un cochecito de ruedas. Cuando la encontraba, después de muchas corridas, subidas y bajadas en el ascensor, llegaba girando la dicha prometida en las ruedas de su cochecito, pues me trepaba a sus exiguas faldas. "Servime de brazo." Corríamos hacia el caramelero. Yo elegía el paquete de caramelos más llamativo. De su bolsillo, de acuerdo con sus indicaciones, yo sacaba la plata y pagaba como una persona importante; desenvolvía el caramelo elegido y, bajo sus órdenes, se lo ponía en la boca; luego ella, con sus ojos, elegía otro para mí, que yo desenvolvía para metérmelo en la boca. "Ahora corré", me decía. "Mové las ruedas." De un lado mi mano, del otro la de ella, hacía girar las ruedas del cochecito. Y después venía lo mejor. "Peiname", me decía. "En mi bolsillo está el peine. Buscalo." No lo encontraba. "Buscalo, buscalo", insistía, sacudiendo su melena de león y, cuando yo lo encontraba, le desenredaba el pelo como una madeja de seda negra, para mí sola. Un aplauso me hacía creer que era una gran peluquera, pero el aplauso indicaba el fin de las horas de visita. El día en que me regaló su anillo fue el día de nuestro compromiso; ese día me demoré más tiempo mostrando el anillo a todo el mundo, y salí del edificio cuando el cielo rosado me obligó a comer un helado de frutillas. Se llamaba Rousa Longo.
El tercero era un enano. "Te quiero te quiero te quiero", cantaba pasando junto a mí, fumando una pipa con un horrible olor a humo negro. Tenía los pies muy grandes. El pelo ensortijado le cubría un ojo azul. ¿Por qué lo amaba si tenía feo olor, además de ser muy malo? Nada justificaba nuestro cariño que, en aquella época, era muy mal visto. Treinta años mayor que yo, tenía nueve hijos y una mujer que había recogido en un terreno baldío, sin documentos de identidad. Es cierto que tocaba bien el violín y que conocía el nombre de todas las estrellas, pero nada justificaba esa fascinación que ejercía sobre mí cuando pasaba por las calles en un automóvil azul oscuro, con un perro amarillo, que ladraba continuamente a quien lo saludara. |