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Edgar Neville

"El virtuoso"

Biografía de Edgar Neville en Wikipedia

 
 
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Música: Tchaikovsky - Album for the Young Op.39 - 8: Waltz
 

El virtuoso

El mosquito iba rizando el rizo de su sonido por la habitación, y todos se detuvieron para oírle.

Era un verdadero artista, pues sabía arrancar a su violín las notas que hacían llorar a las moscas madres y enmudecer a sus compañeros de profesión.

Desde temprano estaba ya de puntillas, y al menor pretexto, una cálida corriente de aire, por ejemplo, se lanzaba al espacio tocando su aria.

Cuando sonaba su violín, todo enmudecía: se hubiera oído volar una mosca.

Y él conocía su éxito, notaba la admiración que producía su violín en todos aquellos seres que se pasaban la vida de espaldas, con los pies en el techo. No podía menos que halagarle esa popular estimación, y cada día vivía más para el público.

Por las mañanas daba su concierto en el rayo de sol que entraba por la ventana; cuando terminaba su pieza, reposaba en el trozo de pared en que se aplastaba el rayo. Su descanso, enfocado de ese modo, tenía todo el aspecto espectacular que él deseaba, y limpiaba su instrumento con los gestos más cuidados.

Por la noche, era en la luz de la lámpara en donde ejecutaba su repertorio, enloqueciendo aún más a las aturdidas palomillas obstinadas en beberse la claridad.

Pero aunque su virtuosismo seguía in crescendo, su público quedaba estacionado y no apreciaba sus nuevas aportaciones al arte. Así es que llegó un momento en que el artista tocaba sólo para él.

Esto no podía seguir; el artista necesita verter su genio en los demás, y el mosquito decidió emigrar a otras esferas.

Se subió, pues, en una ráfaga de aire y se dirigió a la Sala de Conciertos, en donde entró por una ventana.

Los primeros días arrimó su pupitre a un trozo de escayola que era en el techo una alegoría de la música, y allí escuchó, henchido de respeto, las proezas que realizaban los músicos de la orquesta. Pero como siempre, a los pocos días comenzó a perder el temor, a rebajar mérito a lo que estaba oyendo, a tomarse confianza con el virtuosismo de los de abajo, y ya hasta se atrevió a lanzar alguna de sus sonatas, que, desgraciadamente, no fueron oídas.

El mosquito se alimentaba exclusivamente de la calva de los primeros violines; esto ocurría, mitad por apetito, mitad por admiración. El caso es que le aprovechaba de un modo que se podía asegurar que había ganado un cincuenta por ciento en técnica y en ejecución desde que había llegado.

Además, cuando había algún concierto y ejércitos de notas subían a sus dominios, él se precipitaba y se sorbía las más hermosas, especialmente si eran semifusas. De ese modo había conseguido tener en su archivo las más exquisitas notas de los mejores violines del mundo.

A veces, al terminar un solo que no le hubiera gustado, decía: "No es así", y se lanzaba a la sala, tocándolo él con todo el apasionamiento del buen artista.

Pero nunca le prestaban atención, y eso era lo que más le disgustaba. "Pues me han de oír", decía, y en cuanto la orquesta quedaba en silencio, al haber terminado una pieza, él se precipitaba desde sus alturas, rasgando sus notas de violín más conmovedoras.

Los músicos no levantaban ni siquiera la cabeza, y entonces exclamaba: "Es que están sordos."; y cada vez era su vuelo más bajo.

Un día de ensayo decidió darse definitivamente a conocer. Se prometió tener tal éxito que todo el mundo había de quedar asombrado. A las siete de la mañana estaba ya afinando su instrumento.

Y la cosa ocurrió cuando la orquesta estuvo completa y cuando el maestro hubo dado unos golpecitos con la batuta en el atril... El mosquito se lanzó por la espiral que producía el silencio de abajo, haciendo sonar su violín con tal potencialidad, que los músicos no tuvieron más remedio que apercibirse, y todos levantaron la mirada. El mosquito, dándose cuenta de la expectación que había producido, se vertió más amorosamente que nunca en su instrumento, y tocó con tal pasión, que al dar los calderones se inclinaba tanto, que su cuerpo daba dos vueltas en el aire. Era un patinador de la música, y su sonata tenía suspensa, con la vista en él, a toda aquella orquesta formada por cien profesores, cien.

Al terminar la sonata rozaba con sus zancas las cabezas, de sus nuevos admiradores, y sonaron los primeros aplausos... El mosquito sosteniendo una nota, la nota final, recorrió toda la orquesta en triunfo, y por fin se dirigió al maestro. Éste, al verle llegar, rompió, a su vez en un aplauso; el mosquito, a las tres palmadas, se inclinó para saludar; pero no pudo oír la cuarta: el maestro lo había alcanzado de lleno.

Extraído de la revista "Gutiérrez" del 7 de Mayo de 1927

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