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Edgar Neville

"Albertina y Benito"

Cuento para colegialas

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Música: Tchaikovsky - Album for the Young Op.39 - 8: Waltz r
 

Albertina y Benito

Cuento para colegialas

Albertina hacía crochet al lado de su anciana abuelita; de vez en cuando, alzaba los ojos de su labor y miraba la calle por el balcón; después volvía a contar sus puntos: uno, dos, tres, cuatro, etc. Y es que Albertina era una muchacha modelo, cuyo proceder era citado como ejemplo ante todas las muchachas de la capital.

En esto, Albertina dio un suspiro, ¡ay! y doña Adelaida, que así se llamaba su abuelita, le preguntó: -¿Qué te ocurre, nieta querida? Dímelo, ya sabes que te quiero como una madre desde que murió mi pobre hija”. Y por las mejillas de la anciana rodó una lágrima.

- No me ocurre nada, es que suspiro – dijo Albertina.

Albertina mentía, no suspiraba en balde; y no hemos de pasar adelante sin afear la conducta de la joven, faltando a la verdad; pues hemos de recordar a nuestras lectoras, que ése es un defecto del que deben apartarse siempre.

¿Cuál era la causa por la qué Albertina suspiraba, y que, por lo visto, quería ocultar? Trataremos de explicarla.

En la casa de enfrente a la de Albertina habitaba un joven llamado Benito. Este joven trabajaba para mantener a su madre, una pobre viuda.

Juvenil lectora: aprecia la bondad del corazón de Benito que, huyendo de la disipación tan frecuente a su edad, sólo se preocupaba en proveer a las necesidades de su madre, con lo que produjese su esfuerzo personal.

Cierta mañana – hay una todas los días-, y sacamos a colación este hecho, para recordaros el deber que tenéis de aprovechar la mañana y no dejaros vencer por la pereza que os retenga en el lecho hasta que el sol se halle muy alto.

Cierta mañana, Benito se hallaba en el balcón ocupado en repartir entre los gorriones el pan de su desayuno.

(¡Hermoso sentimiento el de este muchacho por los animales!)

Albertina salió a un mirador de su casa a poner a secar unas medias que ella misma había lavado.

Albertina, lectoras, era una muchacha hacendosa y consciente de sus deberes, y a pesar de disponer de una lavandera, se lavaba ella misma muchas prendas que el recato me obliga a callar.

Albertina vio a Benito, y éste advirtió la presencia de la joven.

Se miraron y enrojecieron azorados. Benito se metió en la boca todas las migas de pan que repartía, y a la joven se le cayeron las medias a la calle.

Desde aquel día, en sus puros corazones, nació el amor.

Mas, tímido él y recatada ella, no se hablaron, y sólo en fugaces miradas de balcón a balcón, se hubiera podido admirar ese sentimiento en ambos jóvenes. Si algún observador curioso se hubiese situado a las siete y cuarto todas las mañanas, en la esquina de la calle donde vivían Benito y Albertina (aunque parezca mentira no había ningún observador curioso), hubiera visto cómo Albertina todas las mañanas dejaba caer a la calle unas medias que quería tender, ya que ella misma (acordaros bien, que a pesar de tener lavandera, etc.) las acababa de lavar.

(Alquien dijo después que las medias eran siempre las mismas, que se ensuciaban al caer.)

Aquel día que nos ocupa la anciana abuelita estaba de mala suerte. Primero se le habían perdido las gafas, después las llaves, después la labor y otras varias cosas que la angelical Albertina había tenido que buscar, con santa paciencia.

No es de desdeñar este rasgo, y no olvidéis, jovencitas, de buscar siempre todo lo que se pierde a las abuelitas: la labor, las llaves, las gafas, etc.

En casa de Benito, este muchacho también daba alta prueba de su paciencia, escuchando cómo su madre relataba, por milésima vez, la gloria de un abuelo que fue general.

Los jóvenes deben escuchar con atención cuando sus madres relaten las glorias de un abuelo general; es conveniente que asientan de vez en cuando con la cabeza, y es preciso que parezcan siempre escuchar la historia por primera vez.

Los dos jóvenes, cada uno en su casa, meditaban y hubo un momento en que lanzaron un suspiro. La madre y la abuelita, respectivamente, preguntaron: “¿Qué tienes?”, y luego añadieron: “¿Quieres cerrar esa puerta? Entra aire”.

Una fuerza indefinible fue la que hizo a los dos jóvenes bajar a la puerta de sus casas. Allí, frente a frente, se miraron. Aún no habían cruzado una palabra esos dos seres que tanto se amaban.

¡Hermoso ejemplo de timidez!

En este momento sucedió algo extraordinario; los dos jóvenes se cogieron del brazo y desaparecieron por el fondo de la calle.

Por la noche no habían regresado a sus casas, y sólo se supo de ellos algún tiempo después que estaban instalados en un hotel en Niza y que eran el escándalo de toda la Costa Azul.

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