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Amado Nervo

"Un superhombre"

Cuentos misteriosos (Otros cuentos)

Biografía de Amado Nervo en AlbaLearning

 
 
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Música: Debussy - Reflets dans l'eau
 

Un superhombre

     

I

Enrique era un superhombre: todos sus amigos lo sabíamos de sobra.

Había leído a Nietzsche allá por el año de 1893, cuando empezaban a traducirlo, y se le había indigestado Zarathustra, la voluntad de potencia, la moral de los amos y la moral de los esclavos, el olimpismo, etc., etc., etc.

Como en el fondo era un buen muchacho, y se ponía contentísimo cuando creía escandalizarnos, yo, con frecuencia, me fingía escandalizado.

— ¡Pero, Enrique—exclamaba—, qué estás diciendo! Eso es inmoral, profundamente inmoral...

—jVete a paseo con tu moral!—respondía él vehementemente y encantado de ensartar algunos nietzschismos— : la moral es antinatural; el hombre moral es un «principio negativo del mundo. El universo no es moral», etc., etc., etc.

—Enrique—le insinuaba yo alguna vez—, no hagas esto o aquello. Mira que puede ser peligroso.

—Hay que vivir peligrosamente—replicaba él con ímpetu—. Hay que vivir en los riesgos para saborear la vida en su plenitud y aun para saber lo que es la vida. El gran secreto para hacer la existencia más fecunda, para alcanzar el mayor goce, es vivir peligrosamente, ¡Construyamos ciudades cerca del Vesubio! ¡Enviemos nuestros buques a los mares inexplorados! Vivamos en guerra con nuestros semejantes y con nosotros mismos. Seamos bandoleros y conquistadores mientras no podamos poseer.

¡Ay de quien hablaba delante de Enrique de las conveniencias sociales! «¡Tarántulas—vociferaba—, tarántulas! La sociedad no quiere más que dos cosas igualmente antinaturales: la Justicia y la Igualdad, y va hacia otra cosa que es abominablemente antiestética, es decir, antinatural también: la mediocridad, el aplanamiento. Escuchad a las tarántulas cómo hablan de justicia, es decir, de deseo de venganza... Odiosos bichos que quieren achicar y afear todo lo que es grande y bello... » «¡Pues y el Estado! El Estado es peor que la Sociedad. El Estado es una inmoralidad organizada. Las colectividades han sido inventadas para hacer cosas que el individuo no tiene el valor de hacer.»

Pero lo que más a pechos había tomado de Nietzsche era el «olimpismo». Enrique se había vuelto apolíneo y dionisíaco, según las circunstancias. Su vida—decía—era un mar de ecuanimidad, no obstante ser vida de lucha y de peligro. Nada podía enturbiarla. Flotaba por sobre todas las nubes, todas las cimas y todos los abismos. Ni Goethe—a quien Nietzsche había tomado por modelo—tenía ante la vida más imperturbabilidad que Enrique. En cuanto alguno de nosotros mostraba la menor emoción, el olimpismo enriqueño surgía desdeñoso:

—Estás alterado, hermano: ¿qué te pasa? Yo creo que tienes un poco de neurastenia... Sosiégate; aprende de mí. Yo «ni sudo ni me abochorno» por nada de este mundo... Ya sabes, hermano, que en cualquier momento de inquietud puedes buscarme. Yo te tranquilizaré...

 

II

El superhombre tenía una novia, con quien no se casaba, primero, por odio a la fórmula, a lo preestablecido, y segundo, porque sólo disfrutaba él de un modesto empleo de cien pesos en un Ministerio.

Con ese dinero un superhombre y una superhembra difícilmente pueden vivir. La vida en la actualidad es cara, aun para los dioses.

Había acaso una tercera razón para que no se realizase este matrimonio, y es a saber: que la novia, impermeable al nietzschismo, incapaz de convencerse, a pesar de los argumentos de Enrique, de que eso del alcalde y el cura sólo fuese cosa de las tarántulas, sin valor alguno moral, pretendía que su novio se casase con ella por lo civil y por lo eclesiástico, como cualquier ínferhombre de la ciudad.

—¡Parece mentira—comentaba Enrique— que la mujer sea tan refractaria a las ideas filosóficas! Con razón afirmaba Schopenhauer que la mujer es sólo un animalito a quien hay que engordar, encerrar y pegar... Yo no la considero sino como una máquina de amor y una acumuladora de instintos. No queráis asociarla a vuestras ideas; no pretendáis hacer de ella vuestra compañera espiritual, vuestra alma hembra. Goethe, que sabía bien estas cosas, usó de la mujer para sus experimentos como en los laboratorios se echa mano de un conejo de Indias... Goethe, jamás amó. Tomó del amor la simple enseñanza. ¿No es el amor, por ventura, como la vida misma, objeto y materia del conocimiento?

A pesar de estas teorías—y sin confesarlo por miedo a dejar de ser dios—Enrique amaba a su novia. Pero yo, encantado de verle representar tan cándido e inocente papel, fingía creerle su olimpismo amoroso, y aun en cierta ocasión en que él notó en mí viva simpatía por una dama y me lo reprochó más desdeñosamente que de ordinario, le respondí casi con humildad:

—¡Qué quieres, mi buen Enrique, yo no soy más que un hombre! Amo, sufro, y hasta lloro como los hombres... ¡Quién me diera ser como tú, amigo mío! ¡Pero no a todos les es concedido el parentesco sublime con los dioses! No lo puedo remediar: sólo soy un hombre, y, como dijo el latino, todo lo humano me es peculiar.

—Tú siempre has sido débil de carácter—observó Enrique, y había en el tono de su voz no sé qué fraternal indulgencia—; pero, en suma, no tienes toda la culpa de ello. Hay que saber dirigir las pasiones como se dirige una máquina de cien caballos... «La grandeza del carácter no consiste en no tener pasiones, sino, al contrario, en poseerlas en alto grado», como afirmó el inmortal Federico, «encadenándolas, eso sí, a la voluntad.» ¿Crees tú que yo no las tengo? Mis pasiones son formidables; mas yo les he dicho lo que Dios al mar, en el libro de Job: «Aquí llegarás, de aquí no pasarás y aquí estrellarás el orgullo de tus olas».

—¡Cómo te envidio, Enrique!

—¡Vamos! No hay que desmayar... ¡Quién dice que no llegarás tú, a fuerza de verme y oirme, a una altura, si no igual, por lo menos no muy inferior a la que mi espíritu ha conquistado!... Cuestión de entrenamiento. El aire de ciertas cimas es apenas respirable; pero, ¡qué diablo!, la naturaleza tiene plasticidades muy grandes.

 

III

Y aconteció que la novia de Enrique, tal vez cansada de tanta filosofía, pensando que primero es vivir y después filosofar, tal vez ansiosa de un marido que no pasara de la medida común, acaso opinando, como la pastora del Quijote, que para los fines del matrimonio no es preciso que un hombre haya leído a Aristóteles (ni mucho menos a Nietzsche), plantó al superhombre de patitas en la calle. Este, los primeros días, pretendió restañar la herida con vanidad...; pero la víscera dolía... Tras las abolladuras de la coraza se adivinaba el temblor de la entraña...

La buscada actitud del megalómano cedía ante la brutal simplicidad de los hechos... Y cierta noche, a la sazón que yo dormitaba en una poltrona después de la cena, el superhombre llamó a mi puerta, y, arrojando la máscara, se echó en mis brazos, sollozando... como lo que era: un pobre muchacho vencido por la vida.

¡Con qué simpatía lo acogí, y cómo, suavemente, fui insinuándole el valor y la belleza de una noble prerrogativa a que todos debemos aspirar: no ser más que hombres!...

No ser más que hombres, sí; sufrir como los hombres; creer, dudar, temer, anhelar, entristecerse y alegrarse como los hombres.

Nietzsche dijo: «Vivir peligrosamente»; pero Jesús nos había enseñado ya eso, y nos había enseñado, además, a vivir dolorosamente. «Si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame»...

No hay nada más de acuerdo con los fines del Universo que el dolor. Jamás un día en que se sufre es un día perdido. Esconder el dolor por snobismo, es mentecatez; ostentarlo, debilidad; sufrirlo sinceramente, grandeza.

 

*

Todo esto que cuento es, como dije, viejo ya de muchos años; viene de aquel ayer en que se oía la voz de Zarathustra, y en que la sombra del «Salomón negro» se proyectaba sobre tantas conciencias juveniles. Pero lo he recordado a propósito de uno de los presuntuosos apotegmas que suelen dirigirme los superhombres rezagados que me escriben: «Yo no me altero jamás», dice la frase por excelencia de cierta amistosa carta que tengo a la vista. Afirmación a la que he respondido modestamente: «Yo, en cambio, amigo mío, me altero, me renuevo, me transformo continuamente. Soy transmutable, como la materia y la fuerza, como la naturaleza prodigiosamente móvil que me rodea... En suma, ¡yo no soy más que un hombre!»

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