Amado Nervo en AlbaLearning

Amado Nervo

"Un sueño"

Capítulo 2

Biografía de Amado Nervo en AlbaLearning

 
 
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Música: Debussy - Reflets dans l'eau
 
Un sueño
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Los sueños son así...

 

En la pieza contigua había una gran mesa, sobre la cual, en medio de un desorden de herramientas, de crisoles, de barras metálicas diversas, de envoltorios con limaduras, y otros con piedras preciosas, se erguía una custodia de plata con relicario de oro.

Era la obra del platero Lope, para el convento.

No lejos de la mesa, un gran bastidor sobre toscos pies de madera enmarcaba, bien restirada, una tela de seda, bordada, en gran parte, con diversos motivos, también de oro y plata, siendo el principal un divino Pastor que llevaba al hombro, amoroso, a la oveja perdida. Era aquella labor, visiblemente destinada a un ornamento de iglesia, la obra de Mencía.

Mesa y bastidor estaban cerca de la única ventana de la habitación, a fin de recibir la luz que por ella entraba. En el lado opuesto, en el intervalo existente entre una puerta y el ángulo del muro, había un escritorio de modesta apariencia, como todo el mobiliario. Sobre él un rimero de libros, de piedad, de enseñanza o entretenimiento.

Entre los primeros, el Libro Espiritual del Santísimo Sacramento de la Eucaristía, del Padre Juan de Ávila, y un libro de horas. Entre los segundos, el Diálogo de la dignidad del hombre, del maestro Hernán Pérez de Oliva, y el Diálogo de la Lengua, de don Juan Valdés. Entre los últimos, el Tratado de las tres grandes, conviene a saber: de la gran parlería, de la gran porfía y de la gran risa, del donoso Doctor don Francisco López de Villalobos; la Celestina, el Amadís, la Vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades, y la Diana, de Jorge de Montemayor.

El resto del mobiliario constituíanlo algunos taburetes, un gran sillón de cuero y dos arcas; la una abierta, por más señas, y dejando ver una ropilla de tisú, un jubón y unas calzas de velludo negro, que probablemente pertenecían a la indumentaria dominguera de Lope.

Pero volvamos a la custodia.

Esta figuraba la fachada de una catedral gótica, de un gótico florido riquísimo en detalles. Tenía tres puertas, y el hueco de la del centro formaba el relicario.

El superior del convento, un teólogo largo y anguloso, de cara ojival, que había sugerido a Lope algunas de las esbeltas líneas de tal arquitectura, afirmaba -según Mencía dijo a su esposo- que aquello representaba la ciudad de Sión, «¡donde no hay muerte ni llanto, ni clamor ni angustia, ni dolor ni culpa; a donde es saciado el hambriento, refrigerado el sediento, y se cumple todo deseo; la ciudad santa de Jerusalén, que es como un vidrio purísimo, cuyos fundamentos están adornados de piedras preciosas, que no necesitan luz, porque la claridad de Dios la ilumina y su lucerna es el Cordero!»; y Mencía, espíritu apacible y cristalino, cuando esto escuchaba de los labios del religioso, sentía, según expresó a Lope, suaves transportes de piedad y algo como un íntimo deseo de entrar con su amado a esa custodia celeste, a ese tabernáculo ideal, a esa ciudad divina que estaría asentada sobre nubes, como Toledo sobre sus rocas, y cuyo interior debía asemejarse al de la Capilla de los Reyes de la Catedral, que era la obra religiosa de más magnificencia que ella había contemplado.

Faltaban por ajustar algunos topacios y amatistas, y por cincelar una torrecilla de oro.

Lope, con una pericia de la cual minuto a minuto iba sorprendiéndose menos, púsose a la obra, en tanto que Mencía bordaba en su gran bastidor con manos ágiles de reina antigua.

A medida que pasaban las horas, Lope sentíase más seguro, más orientado y sereno. Parecíale recordar el modesto e ignorado ayer, desde que tuvo uso de razón hasta que se enamoró de Mencía, desde que se casó con ella, hasta ahora en que trabajara su custodia para el convento.

Todos los eslabones de la cadena de sus días que momentos antes, sueltos y esparcidos quebrantaban su lógica y enredaban y confundían las perspectivas de su memoria, iban soldándose naturalmente y sin esfuerzo.

Sí, recordaba: Él no había sido nunca más que Lope, Lope de Figueroa, natural de Toledo. Su padre fue librero, y en la calle de los Libreros había nacido él. Gracias al comercio del autor de sus días, pudo leer bastante, mucho para la época. Hubiera seguido aquel comercio, pero temprano se sintió tentado por el arte divino de la orfebrería. Siempre que lo llevaban a la Catedral, a San Juan de los Reyes, a Santo Tomás, y, en sus pequeños viajes, a algunas de las grandes iglesias de España, caía en éxtasis ante las custodias, los copones, los relicarios. Se sabía de memoria los detalles de la mayor parte de estas obras maestras de metal que existían entonces en la Península, casi todas ellas en forma de quiméricas arquitecturas, en que la inspiración de los artistas no conocía límites para su vuelo. El nombre de los Arfe, esos magos oriundos de Alemania, era para él como el nombre de una divinidad. La custodia de Córdoba, ejecutada en 1513 por Enrique; la de Sahagún, la de Toledo, hecha en 1524 (única que Lope había podido contemplar), formaban para él como los tres resplandores de gloria de este hombre excepcional. La custodia de Santiago y la de Medina de Rioseco, ejecutadas por el hijo de Enrique, Antonio Arfe, en estilo plateresco, las había visto en dos reproducciones de yeso en un taller de Toledo, y lo cautivaban en extremo; y la amistad de Juan Arfe, que era su camarada y que a la sazón había ejecutado ya la custodia de Ávila (hecha en 1571) e iba a ejecutar la de Sevilla, que empezó en 1580, fecha alrededor de la cual gira este absurdo relato, le llenaba de orgullo. Aun estaban en el porvenir, la custodia del mismo, que fue después, en 1590, una de las joyas más preciadas de Valladolid, y la de Juan Benavente, cincelada en 1582 en el estilo del Renacimiento.

El nombre de Gregorio de Varona, que empezaba ya a ser célebre, era también de los que estaban siempre en sus labios; pero si profesaba el culto más ingenuo y fervoroso por todos estos grandes artistas, hay que convenir en que el de sus predilecciones era el abuelo Arfe, Enrique, y en que hubiera dado la mitad de su vida por ser el artífice de un fragmento siquiera de la gran custodia de plata (única que, como decimos, había podido contemplar, aunque por reproducciones o dibujos conocía las otras), que para el cardenal Ximénez ejecutó el artista, y que tantas veces vio esplender en medio del incienso, bajo las gigantescas naves de la catedral.

¡Sí, él fue siempre Lope de Figueroa, ahora estaba seguro de ello; Lope de Figueroa, de veintiséis años de edad; Lope de Figueroa, que se soñó rey! ¡Un rey viejo, de quién sabe qué reino fantástico, en quién sabe qué tiempos extraordinarios y peregrinos!

-Sin embargo, Mencía (insistió el platero al llegar a esta parte de sus pensamientos), jurara que no he soñado, sino que he visto, que he tocado aquello. ¡Aun no puedo desacostumbrarme del todo a no ser lo que fui..., lo que imaginé que fui; de tal suerte era claro y preciso lo que soñaba!

-¡Los sueños son así! -respondió Mencía apaciblemente, sin levantar los ojos de su bordado-. ¡Los sueños... son así! A mí me contristó mucho -siguió diciendo-, me hizo gran lástima verte en el lecho, sacudido por la ansiedad; quise despertarte, pero no lo logré; tan pesadamente dormías... Por fortuna, a poco desapareció el sobresalto... Ahora recuerdo que hablabas de un atentado contra un hijo que tenías, y pronunciabas palabras raras que nunca oí antes, y que infundían a todos miedo, terror y espanto. Decías..., decías: «¡Los anarquistas!».

-Sí, cierto -exclamó Lope, sintiendo subir de nuevo a su cerebro una ola de extrañeza-. Eran unos rebeldes...

-¿Como nuestros comuneros?

-Incomparablemente peores...; fuera de toda ley... ¿Y después?

-Tu hijo el príncipe moría asesinado, y tú tristemente, tristemente, seguías reinando. Gustabas de cazar..., deja que haga memoria, e ibas a no sé dónde, en una máquina vertiginosa..., en la que has nombrado hace poco...
-En un automóvil, ya te lo he dicho.
-Eso es, algo así he escuchado, algo incomprensible.
-¿Sabes cómo era esa máquina?
-No podría imaginarlo.

-¡Oh, jurara que la he visto, que la he poseído, Mencía de mi alma! Era... ¿cómo te explicaría yo esto? Era como un coche que anduviese solo, merced a una mecánica que no acertarías a comprender. Volaba, Mencía, volaba... Y vivía yo, asimismo, entre muchedumbre de otras máquinas. Las había que almacenaban y repetían la voz del hombre; las había que, sin intermedio alguno, llevaban la palabra a distancias inmensas, y otras que lo hacían por ministerio de un hilo metálico; las había que reproducían las apariencias, aun las más fugitivas, de los objetos y de las personas, como lo hacen los pintores, solo que instantáneamente y de un modo mecánico; máquinas que escribían con sorprendente diligencia y nunca vista destreza, como no podrían hacerlo nuestros copistas, maguer sus abreviaturas, y con una claridad que en vano pretenderían emular nuestros calígrafos; máquinas que calculaban sin equivocarse jamás; máquinas que imprimían solas; máquinas que corrían vertiginosamente sobre dos bordes paralelos de acero... Yo habitaba una ciudad llena de estas máquinas y de industrias innumerables. Los hombres sabían mucho más que sabemos hoy, y eran mucho más libres..., pero no felices. Los metales que yo manejo con tanta fatiga y tan difícilmente trabajo, ellos los manejaban y trabajaban de modo que maravilla, y conocían además su esencia íntima, no a la manera de Avicena, de Arnaldo de Villanova o de Raimundo Lulio, que los tienen como engendrados por azogue y azufre, sino merced a las luces de una química más sabia; y habían descubierto otros nuevos, uno entre ellos que era acabado prodigio, porque en sí mismo llevaba una fuente de energía, de calor. Vestían las gentes de distinta manera que vestimos tú y yo, y vivían una vida agitada y afanosa; hablaban otro idioma. Y yo era rey, tenía ejércitos con armas de un alcance y de una precisión que apenas puedo comprender, y junto a las cuales nuestros arcabuces con sus pelotas, nuestras culebrinas de mayor alcance y nuestros cañones, serían cosas de niños. ¡Poseía flotas, no compuestas de galeras, galeazas y galeones, no construidas a la manera de nuestras naos, no movidas a remo o a vela, sino por la fuerza del vapor, del vapor de agua, Mencía, el cual escapaba de ellas en torbellinos negros!, y algunas se sumergían como los peces, y...

-Imaginaciones del Malo han podido ser esas, Lope, tramadas con ánimo de perturbarte, y ello me contrista, te lo repito. Mi madre leíame que a San Antonio Abad le aparecían en confusión, en el desierto, seres absurdos y artificios malignos, nunca vistos por nadie. Tú, Lope, como ya te he dicho, quizás por la influencia de los libros que con ahínco lees, siempre has soñado mucho, y nunca entendí que eso estuviera bien. Por otra parte, las cuartanas del año pasado te dejaron harto débil. ¡Tan recio fue el mal, que día ni noche podías sosegar!

Y abandonando su labor, la esbelta y delicada figura fue hacia su amado, cogiole suavemente de la diestra y le llevó a la ventana, añadiendo maternal y untuosa:

-¡Descansa un poco; la custodia estará hoy terminada! Son ya las diez. Desde las ocho trabajas. ¡Solacémonos mirando la gente que pasa!

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