Cuando expiró, no sé quién de los presentes dijo, con cierta indiferencia semicompasiva:
—Ya cesó de sufrir.
Y confieso que nunca en la vida una frase ha tenido para mí mayor significación que aquella tan trivial, ni me ha conmovido más:
—Ya cesó de sufrir.
Como una cinta cinematográfica, se desarrolló ante mí la vida toda de la mártir.
A los doce años, cuando empezaba a volverse mujer y sentía en su corazón todo el retoñar de la primavera, fue invadiéndola una parálisis progresiva, implacable, contra la cual luchó en vano la ciencia.
Después de innumerables tanteos dolorosos, curaciones varias (hidroterapia, electroterapia, inyecciones intramusculares, ¡qué sé yo!), la pobrecita estaba peor que antes y hubo que sentarla en el gran sillón de ruedas, donde debía ya pasar su existencia. De la cintura para abajo, Isabel estaba muerta. De la cintura para arriba, vivía. Sus manos, tan finas, tan aristocráticas, conservaron su agilidad siempre, y pudo dedicarse a labores varias, casi siempre para los pobres: a hacer encaje de bolillos, a labrar flores artificiales, a bellos trabajos de tapicería, y, largos ratos, a la lectura..., hasta que, pasados algunos años, su vista, siempre débil, se fue extinguiendo, para dejarla en una semiceguera que le impidió ya casi todo trabajo, fuera de algunos, sobrado sencillos, de gancho, que ejecutaba maquinalmente.
Antes de enfermar, Isabel tenía un carácter dulce, embeleso de cuantos la conocían. Su enfermedad no sólo no agrió aquella disposición, sino que la dulcificó sobremanera.
¡Ni una queja! No recuerdo jamás, en los largos años que vivió a mi lado, que se quejase.
Al contrario, cuando alguno de sus hermanos o de los míos estaba triste, era ella la que encontraba palabras y recursos para consolarle. Llamábanla todos el «paño de lágrimas de la casa».
Cuando yo me casé con María, la hermana menor de Isabel, ésta fue a vivir con nosotros. María, como condición esencial para otorgarme su mano, puso la de que jamás se separaría de Isabel.
—No tiene otro apoyo que el mío—me dijo—. Mi madre me la encomendó al morir, y he de ser su más cariñosa enfermera.
Yo no tuve reparo en acceder: en primer lugar, porque aquella resolución de María la aquilataba ante mis ojos y me hacía estimarla sobremanera, y en segundo, porque la dulzura y paciencia de Isabel me subyugaban y me daban un alto concepto de la vida.
Bendigo esta mi resolución, pues si María ha sido la compañera ideal de mi existencia, aquella que se encuentra una sola vez por misericordia del Destino, Isabel ha sido el Ideal mismo, más allá de todas las pequeñeces del mundo; la maestra moral más grande que yo haya podido soñar.
Viéndola, contemplándola en aquel sillón de tortura, sin proferir la más leve queja, sonriente siempre, bondadosa, contentándose de todo, agradecida a la amabilidad más tenue, respondiendo a la menor gentileza con aquel hermosísimo timbre de su voz, que al decir «muchas gracias» parecía acariciar el oído con la música más deliciosa, comprendí hasta dónde puede llegar la excelencia humana, y qué cosas admirables forja Dios con este barro de que fuimos hechos.
Cuando sus grandes y hermosos ojos pardos fueron debilitándose al grado de no poder ya distinguir las letras de los libros, yo tuve un movimiento de compasión incontenible.
—¡Pobrecita mía!—exclamé—; ¿y ahora qué vas a hacer?...
—Tú me leerás bellas páginas de vez en cuando—me respondió con la más dulce de sus sonrisas—, y haré labores fáciles, que me ocuparán y divertirán.
Desde aquel día, una hora por la mañana y otra hora por la tarde, cuando menos, yo fui su lector.
Con qué afán buscaba en las librerías todas las cosas nobles y delicadas, que pudieran, al propio tiempo que gustarla, saciar la sed de alteza de su alma preciosa.
Creo que nunca he leído más sabrosamente, con más amor, con más alegría que aquellas horas.
—¡Qué bueno eres!— decíame ella, y yo sentía que aquella exclamación era el mejor premio de mi vida.
*
No recuerdo desde que vivió en mi casa y pude conocer la calidad de su espíritu, haber dejado de consultarla jamás en todos mis problemas, en todas las dificultades de mi vida.
Nada hice nunca sino después de oir su dictamen, expresado con suma sencillez, sin pretensiones de ninguna clase, humildemente, afectuosamente.
El influjo de su alma sobre la mía, blando y maternal influjo, ¡ay!, que he perdido para siempre, era de tal suerte apaciguador, serenador, que aun ahora me basta ver su retrato, mirar sus grandes ojos—que fueron tan luminosos, y a los que presta luz en el cartón mi recuerdo—, para sentirme inmediatamente tranquilizado, para encontrar que todo está bien, para esperar confiado y plácido el natural desenlace de las cosas.
Cuando la turbulencia de mis imaginaciones es excesiva, voy a su sepulcro, y me parece que de él emana instantáneamente un fluido de paz y de bienestar.
*
«Ya cesó de sufrir...»
Había muerto en su gran silla, con las níveas y santas manos sobre el pecho, sin proferir una queja, como había vivido.
Sus últimas palabras, dirigiéndose a mí, fueron éstas:
—«Ni tú ni María os quedaréis solos... Yo seguiré con vosotros.»
Moría pensando en los demás, según su celeste costumbre.
¡Cuán poco había pensado en sí misma!
... Cesó ya de sufrir... ¿Es que, en efecto, había sufrido tanto? Sí; mas no por ella, sino por los ajenos, por las penas de todos, con las cuales se había identificado; por las contrariedades y anhelos de mis hermanos inquietos, que siempre iban a contarla sus negocios y afanes; por las angustias de las amigas, cuyas intimidades ella sola conocía; por los sufrimientos de los humildes, de la servidumbre, de los pobres que iban a verla.
Cesaba ya de sufrir, sí; pero por los otros...
Quién sabe—a veces he pensado en esto— si su propia parálisis, su reclusión, sus largas horas de soledad, sus dolores, eran un rescate por alguien, que ella había aceptado. Porque en su alma blanca no hubo jamás ni la sombra de la sombra de una mancha que purgar.
Las flores de que se la cubrió habían cumplido menos bien que ella el mandato del Padre, habían sido menos sumisas que ella a la ley, menos pacientes y silenciosas que ella ante los estrujamientos de la vida...
Pasó como una música, como una fragancia, como un consuelo...
Ella, que no podía moverse, era más alada que todas las cosas que vuelan.
Ella, que vivía en la penumbra, era más luminosa y radiante que todas las cosas que arden e iluminan.
La generosidad de mi destino fue muy grande permitiéndome vivir con aquella criatura augusta, serle útil, aliviar alguna vez su dolor con mis ternuras fraternales.
Cuanto más pienso en esta prerrogativa, más se desborda la gratitud de mi corazón, vaso muy breve para contenerla...
Quien como yo tuvo el privilegio de conocer a aquella hechura de un barro más noble que el nuestro, ya no tiene derecho a quejarse de ninguna dureza, de ningún aguijón de la existencia.
Por muchos años, a mi vida se le concedió ir al lado de la suya, y digo aún como el poeta Saadi: «Yo no soy más que una arcilla sin valor, pero viví algún tiempo con la rosa.»
La habitación donde moró y murió nuestra «Santa Isabel », está aún tal cual estaba el último día de su preciosa vida, y muchas veces mi mujer y yo vamos a sentarnos al lado del vacío sillón de ruedas, y cogidas las manos, en la penumbra de la tarde, permanecemos allí, silenciosamente, largo rato, sintiendo que una paz sagrada, que una bondad divina, baja a nuestras frentes pensativas... |