Ayer, en una postal de Brujas, escribía yo a un amigo querido:
«Éste es uno de los últimos refugios que quedan en el mundo para el ensueño».
En efecto, ni los inevitables ingleses que, con el Baedeker en la mano, discurren por las calles medioevales, ni el mediano tráfico de la ciudad, logran arrebatarle su silencio, su deleitable y misterioso silencio, que parece venir del fondo de los siglos y por los siglos mismos reforzado.
En los canales verdosos nadan sin ruido cisnes que parecen dioses tutelares de aquellas aguas dormidas. Hay por dondequiera remansos admirables de quietud, entre los árboles obscuros y las casitas rojas; y flota sobre el conjunto de canales, de puentes vetustos, de calzadas húmedas, tal descansada melancolía conventual, que no hay de fijo en el mundo paz de claustro más propicia y hospitalaria para el pensamiento, fatigado de rastrear por los lodos de la tierra.
i Y el «beguinage»! ¿Cómo describir el recogimiento, la unción indecible, el reposo y serenidad otoñales de aquellos patiecillos tapizados de césped, de aquellas moradas minúsculas y mudas, tras cuyos cristales, velados por visillos, se adivinan las vidas humildes, pensativas, extáticas, de las religiosas?
Un canal anchuroso, entre dos puentes, lo limita.
Sobre el agua cae la sombra de los árboles. Nadan cisnes y cisnes, en la dorada luz de la tarde. Un «carillón» lejano canta las horas.
Una infinita y celeste sensación de paz os satura.
¡Oh! vivir aquí, en una de estas casitas cuya imagen tiembla en el agua... ¡No más escribir, no más hablar! Pensar, pensar solamente. Dejar, por fin, que la pobre alma inquieta se cierna, libre, sobre la vida, sobre las cosas perecederas. Que nunca el «facteur» tire del coqueto cordón de estas campanillas, que sostiene un hierro forjado, y que tan rara vez deben anunciar visitas... Nada saber del perenne «circo de las civilizaciones»... Pensar, sólo pensar... Y acaso estar en éxtasis.
Cierro los ojos, y veo los de Rodenbach, suavemente azules, en el célebre retrato del Luxemburgo, en el fondo del cual se yergue la silueta mística de Brujas. Ya se cerraron para siempre esos ojos admirables que tan discreta y hondamente sabían remirar y acariciar estos rincones.
Pero en la resignada melancolía de la hora, su ensueño blanco— tal uno de estos cisnes pasajeros—debe complacerse en bogar por los canales, en revolar por el ambiente de inefable sosiego del «beguinage», en escuchar la música indescriptible del carillón que desciende alada de la torre.
Yo siento la proximidad de esta gran alma hermana, de esta gran alma huraña que, como la mía, tuvo siempre sed de las cosas eternas. |