Confieso que cuando leí en el Boletín de los Ejércitos que yo había muerto en el campo de batalla, en uno de aquellos innumerables y cruentísimos ataques a la bayoneta, sentí una peregrina sorpresa.
No se me ocurrió, como a los héroes de las novelas cuando vuelven a la vida, palparme todo el cuerpo a fin de ver si soñaba. Pero la sensación experimentada era curiosa. ¿Sabéis qué clase de sensación era? Pues una sensación de alivio, muy semejante a la que debe experimentar, digo yo, el alma, cuando se siente desatada del cuerpo, su a veces insoportable compañero.
Recuerdo a este propósito haber leído lo que cierto yanqui nos cuenta de «su muerte». En cuanto el alma se desligó de la vida, al mirar «su cadáver» allí cerca, con la boca ridículamente abierta y los ojos turbios como los de un pescado, se sintió infinitamente alegre, y púsose «a bailar» movida por el irresistible goce de la manumisión definitiva.
Desgraciadamente, según añade el mismo yanqui, los tozudos y antipáticos médicos lograron volverlo de lo que ellos en su ignorancia llamaban síncope, y la pobre alma, pájaro azul ya libre, tuvo que regresar a la maldita jaula de la carne...
—¡Pero nadie me quitó lo bailado!—pudo, sin duda, exclamar el paciente, aunque yo no sé si lo exclamó.
Claro que mi caso era distinto, distintísimo. Mi alma seguía unida a mi cuerpo (¡y que sea por muchos años!); pero yo sí quedaba como segregado del cuerpo social, o cuando menos del grupo social en que había vivido, y ello constituía un estado tan nuevo, tan original, tan pintoresco... como el del viejo Fausto rejuvenecido o el del joven Rip Rip, vuelto anciano por virtud de un largo..., ¡largo dormir!
*
Allí, pegado a la borda del vapor que, lleno de fugitivos de todas nacionalidades, navegaba hacia Inglaterra, y donde un pasajero había dejado caer, cerca de mí, se diría que como para que yo lo leyera, el susodicho boletín que me revelara mi suerte, acaecida quince días antes, yo, campantísimo, sorbía el enérgico y puro aire marino por todos mis poros.
¡Menuda gana tenía de morirme!
En Londres me bautizaría con un nombre cualquiera; diría que en la huida perdí mis papeles. Saldría del paso como pudiese... ¡y a vivir una vida nueva! Aquella mañana deliciosa, nacía yo otra vez.
¿Qué me había dado el mundo en mi vida «anterior»? Una mujer áspera, autoritaria, prematuramente gorda... y bigotuda. ¡Una suegra... peor que mi mujer! Pocos elementos de fortuna; tan pocos, que en una hora dada preferí los tres chelines y medio de paga, el té, la manteca, las carnes frías y demás substancioso rancho que se me proporcionaba en el ejército inglés como voluntario, a la estrechez en compañía de aquellas dos proserpinas, que, rentistas y todo, me exigían un trabajo horrible en mi perro oficio de periodista, para comprarse más trapos.
El matrimonio se había hecho, desgraciadamente, dentro del régimen de la separación de bienes, y, desgraciadamente también, mi mujer, que, cinco años antes era mi tipo—alta, delgada—, se había puesto a engrasar de tal modo, que la sombra que proyectaba a mi lado, sobre la acera, tapaba la mía, convirtiéndome o poco menos en el héroe de Chamisso.
¡Pero aquello se había acabado! ¡Como el mundo en su génesis, fresco, lozano y libre! ¡Libre sobre todo, a los treinta años (nelmezzo del camin di riostra vita) iba yo a echar borrón y cuenta nueva!
Allí estaba la página blanca, el segundo tomo de mi existencia, aún no desflorado.
Mi mujer, acaso en el momento de mi muerte, me encontraría cualidades que durante mi vida no acertó nunca a descubrir. Mi suegra tal vez le haría coro en su lamentación. Pensarían a renglón seguido en los lutos, discutiendo largamente con la modista... Después, ¡qué sé yo! Acaso algún infeliz caería en las redes de aquella robusta Felisa (tal era su nombre), y yo llegaría a profundidades del olvido conyugal, de las que no habría de salir sino muy de vez en cuando, a fin de que la viuda, vuelta a casar, diese conmigo difuntazos a mi sucesor:
—Aquél sí que era complaciente, no como tú. Aquél sería este servidor de ustedes, embellecido a los ojos de Felisa por la Muerte...
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Pero no terminaban aquí las perspectivas que el admirable pintor escenógrafo de mi imaginación iba pintando.
Un nuevo amor (¿por qué no?) asomaría tímidamente en mi existencia. Sería quizás una inglesa... Se llamaría Elizabeth. Me llamaría darling: my darling! ¡Oh incorregible estupidez humana! ¿De qué servía, pues, haber muerto, si era para volver a amar? (Los muertos de la poesía de Verlaine, responden al doncel simbólico, que con un pífano los despierta invitándolos a vivir y a amar de nuevo:— «¡Vivir, sí; pero amar, no!»... (¡Escarmentados estaban!)
—¡Ah!, pero Elizabeth—redargüía mi imaginación— no será como la Felisa. ¡El vino de su amor no se volverá vinagre! La buscarás, en primer lugar, sin suegra; en segundo lugar, como es inglesa, no engordará. En tercero, procurarás que sea rubia, a fin de que no eche bigote, ese malhadado bigote, incorregible (porque los depilatorios modernos desfiguran los labios: divinos agentes del beso)...
—¡Eso es! ¡eso es!—aprobaba yo—, porque en suma no se puede vivir sin afectos; y escrito está que el primer acto del hombre libertado ha de ser forjarse nuevas cadenas.
—Cadenas—replicaba mi imaginación—, cadenas, sí; pero «nuevas», tú lo has dicho, ¡nuevas! ¿Comprendes el prestigio de esta palabra? Nueva vida, nueva mujer; nuevo amor, nuevas cadenas.
*
Un cantil amarillento, adusto, azotado por un mar esquivo, de ambientes grises y apizarrados, se erguía ante el barco. En una depresión verde, mullida, un puerto, una ciudad de ladrillos humosos...
Llegábamos a Inglaterra, a la cuna de mi nueva existencia.
... De pronto, sentí una mano sobre el hombro y oí una estentórea voz hispano-americana, de esas que en el café de la Paix imponen su diapasón imperioso y hacen volver la cara a todo el mundo:
—¡Amigo Juan Pérez! ¡Qué cosa más admirable! ¡Y yo que le creía difunto! Y su mujer que acaba de repartir recordatorios...
Todo el mundo me miraba. Algunas gentes de habla española se habían acercado.
—Les presento al amigo Juan Pérez. Peleó como un héroe, ¿saben? Se le creía muerto, ¿saben? Le dieron la medalla militar a su viuda, que la colgó de su retrato, ¿saben?
Como el yanqui del cuento de marras, comprendí que el pájaro azul tenía que volver a su jaula... El pobre hombre, un momento manumiso, debía reintegrar su casillero social, los bigotes y la aspereza de su Felisa, la familiar acidez de su suegra.
¡A vivir la misma vida vieja, galeote! El Karma lo quería así... Forzado: a tus grillos...
Como decíamos ayer... |