Ocurrióseme, una de estas últimas noches, interrogar a mi bastón con respecto a su pasado.
Las cosas sin alma están más cerca de la naturaleza que nosotros, los perpetuamente aturdidos con la barbulla mundanal, y tienen la ruda sinceridad de los seres primitivos no encadenados a la infame forma social; antifaz hipócrita de todos los propósitos nefandos, de todos los intentos torcidos.
Mi bastón sabe mucho.
Fue rama de una encina milenaria que el rayo jamás pudo abatir.
Refirióle ella muchas veces, en medio del selvático silencio, las épicas lides de aquellos hombres de bronce que esgrimían la pesada hacha de sílex con pasmoso desenfado; de aquellos otros que combatían con espadas cortas, embrazando escudos de cuero de buey, y de los que, forrados en bien templada armadura, no se daban tregua en el bandidaje o el combate por la conquista de minúsculo terruño y de macizo castillo empotrado en el salvaje repliegue de una montaña.
Presenció la maravillosa hazaña de aquel paladín, denominado Machuca porque, rota ya su lanza en la batalla, desgajó una poderosa rama de una encina que crecía frente a aquélla, y con tan tosca arma machucó enemigos a granel.
Pero el recuerdo más vivo que conservaba el recio árbol de que vengo hablando, fue el de cierta druidesa enamorada de un guerrero, batallador corno pocos.
Los amantes, en víspera de que el varón partiese a lidiar con huestes romanas, despidiéronse, con transportes de ternura, bajo su sombra, prometiéndose mutua fe.
La druidesa, con los dorados cabellos al viento, divinamente trágica como Velleda, vagó muchos días por el bosque sagrado, sin reposo ni consuelo, y al saber que su guerrero había perecido en la lucha, sin percatarse ya de los afectos que en el mundo le quedaban, diose la muerte bajo la propia ramazón de aquella encina, cuyas raíces limitaron su fosa.
¿Que porción de la savia virgen de esa mujer enamorada guardará mi bastón? No lo sabe él ni lo sé yo, mas presumo que porción magna es porque lo siento palpitar entre mis manos.
¡Oh!, ¡si yo hubiese visto lo que esta débil rama que me sirve de apoyo visto ha!
A ella la templó el rayo, a mí el infortunio; mas ella aún puede servir de báculo a mis pósteros, y si la hincasen en la tierra húmeda se cubriría de brotes nuevos... ¡Yo, en tanto, ya no floreceré sino a condición de disolverme entre los brazos de la madre Naturaleza!
Septiembre 28, 1895 |