Se hablaba de Carlos N., un cuarentón distinguido, jovial, a la sazón en París, y alguien dijo:
—Vendrá en estos días a Biarritz.
—En ese caso—prorrumpió nerviosa y precipitadamente nuestra amiguita Ivona, la más guapa, seductora y capitosa de la reunión—ya sé lo que tengo que hacer: marcharme de aquí en seguida.
—Pero ¿por qué?—preguntamos nosotros.
Respondió ella:
—Porque no quiero encontrarme con Carlos, ni en Biarritz ni en ninguna parte.
Y ante la expresión de sorpresa que había en nuestros rostros, Ivona explicó:
—Es el hombre que más me ha hecho sufrir en el mundo y el único a quien, sin duda, he querido.
—Pero si Carlos tiene el carácter más dulce de la tierra... Sería incapaz de quebrar la caña cascada y de apagar la mecha que aún humea, según la expresión bíblica.
—Pues con eso y todo, me ha hecho sufrir lo indecible. ¿Saben ustedes por qué? Por su escepticismo. Desde que le conocí (yo era entonces una pobre midinette de chez Paquin) se me entró por todas las ventanas del corazón. Lo quise con fiebre... Pero él tenía por principio capital en la vida que ninguna mujer podía amarle. Afectuoso, admirablemente bien educado, lleno de generosidad, se sentía, sin embargo, incapaz de creer en la afección, en la generosidad de los otros. En el fondo de su espíritu velaba la idea de que, siendo feo, con sus treinta y ocho años cumplidos y una enfermedad crónica que padece, no era posible que una muchacha— y mucho menos una parisiense—pudiera quererle sino por su dinero... Claro que no lo decía jamás. Es demasiado inteligente y correcto para molestar a nadie; pero lo pensaba... y yo sabía que lo pensaba, y ese era mi infierno.
Soy naturalmente expresiva, mimosa, un poquito arrebatada, y solía llenarle de caricias. El las recibía y devolvía con cierta grave cordialidad indulgente; pero a todas mis confesiones y afirmaciones, a todos mis «te adoro», contestaba con una sonrisa odiosa (sí, odiosa por la duda) y con un: «¡ Vamos, no es para tanto; no exageremos!», que ponía hielo en las entrañas.
Herida a cada instante en mi amor propio de enamorada, acabé por empeñarme en la más cruel de las luchas: en llevar a su alma la convicción de mi idolatría exclusiva. ¡Pero todo fue en vano! ¡Jamás me creyó! Llegó hasta apagar (siempre deferente y piadoso) aquella sonrisa que me hacía daño; mas la duda, el escepticismo amable y mundano, mejor dicho, anclado en el fondo de su ser desde la primera juventud, triunfó de mis pruebas, de mis sacrificios, de mi abnegación... y un día, después de cuatro años de aquella horrible vida, segura de lo incurable de su enfermedad y de lo estéril de mi empeño, le dejé escritas tres palabras: «Me voy. ¡Adiós!...» Y partí.
Supe después que, comentando mi huida, se había limitado a decir a sus amigos:
—«¡Era natural!... ¡Me lo esperaba!»; ¡y que sonreía!... ¡con aquella sonrisa!
—La humanidad—dije yo comentando el amargo relato de Ivona—rara vez da en el nudo de la ponderación. El hombre o es un animal fanático o un animal escéptico. Me río yo por ejemplo, de los ateos que justifican su incredulidad con «la falta de pruebas positivas». Si a las doce de un bello día de Junio, el propio Jesucristo descendiese sobre la plaza de la Concordia, en una nube resplandeciente, y se detuviese sobre el vértice del obelisco, la multitud empezaría por vociferar: «¡Milagro! ¡Milagro!... »; y acabaría por discutir el hecho acaloradamente, con la ayuda de los sabios oficiales, hasta convenir en que todo había sido alucinación colectiva.
En el hombre de mundo— añadí—esta incredulidad arranca sobre todo del amor propio. Creemos que hace un papel de sobra desairado y ridículo el que, por la presunción de juzgarse querido, se encuentra con el desengaño, saltándole donde menos lo piensa, como la liebre del refrán.
Además, en esta época, snob, en que toda idealidad y todo sentimiento se consideran cursis en el grupo reducido—y verdaderamente cursi con la peor de las cursilerías: la espiritual, de los aristócratas—la ingenua confesión de creerse amado provoca sonrisas misericordiosas. Por huir cobardemente de ellas; por el afán de adaptar su personalidad a los estúpidos cánones de los llamados hombres distinguidos, se acaba por caer en el extremo opuesto a la credulidad, que es ese escepticismo risueño que se considera de buen tono y que a toda afirmación contesta con un irónico: «¿Lo cree usted así?»
—Es muy cierto lo que usted asienta—afirmó Rafael, uno de los del grupo—, y esta credulidad no siempre para, como la de Carlos, en la huida de Ivona. Yo presencié un hecho trágico—que desde hace rato rabiaba por referirles— de cuya autenticidad les respondo con mi palabra de honor, y que se desarrolló, brutal e impensado, no hace aún dos años.
Uno de mis mejores y más aristocráticos amigos, cubano de origen, había tenido piedad de cierta muchacha andaluza, próxima a rodar por el arroyo, a causa de la miseria y de los manejos de una madre digna del garrote.
Llevóla a vivir a un pisito alegre, y solía invitar allí a sus amigos, pollos elegantes todos, como él, y celebrar cordiales yantares, en que la mejor salsa era el buen humor unánime.
La andaluza, de naturaleza apasionada, de temperamento exclusivista, de incomparable fidelidad, había acabado por adorar a su amigo y protector, y se lo decía a cada paso, delante de todos.
El sonreía, callaba y se dejaba querer; pero en el fondo de su corazón dormía la duda, esa duda amable, cortés, sonriente, mundana, de que hablaba usted.
Y una noche en que el champagne había vertido más oro y perlas que de ordinario en la cristalina fragilidad de las copas, ella, enredándole los brazos al cuello, fue más afirmativa que otras veces:
—¡Te adoro—le dijo con énfasis meridional—, y por ti daría la vida!
El sonrió—¡con aquella sonrisa!—y respondió paternalmente, con un ligero metal de ironía en la voz:
—Vamos, chicuela, no es para tanto (¡lo mismo que Carlos!)
—¡Te juro que por ti daría mi vida!— insistió ella con más énfasis aún.
—¡Vaya, vaya—tornó él a responder—no exageremos!
—¿Entonces tú no crees que te quiero hasta ese punto?
—Yo creo que, naturalmente, algún afecto has de tenerme. No en balde he procurado suavizar y embellecer tu vida...
—¡Eso sería gratitud!—replicó ella—, y yo te hablo de amor. ¿No crees, pues, que te adoro, que te idolatro, que sería capaz de morir por ti?...
—Lo que tú quieras—repuso mi amigo, dándole una palmadita en el hombro—. No vamos a reñir por eso...
—¡Ah, bien se ve que no lo crees!...—exclamó ella amargamente—. ¡Bueno, pues yo te lo probaré hasta la evidencia!
Y pasando del diapasón trágico al ligero, cogió una copa, se la hizo llenar de champagne y la bebió de un sorbo, Poco después se nos escapó del comedor, en los instantes en que el aturdimiento alegre de todos menudeaba historias, charlas y risas, y de pronto, en medio de la algazara, sonó sordamente un tiro.
En ese momento todos comprendimos, como si una convicción telepática se hubiera producido en nuestros cerebros, y echamos a correr hacia la alcoba de la muchacha, encontrando a ésta muerta en su lecho, con la sien perforada por una bala y con una browning diminuta en en la diestra.
¡Se había matado porque no la quisieron creer! |