Aquella tarde, en el paseo, llamó mi atención un grupo original.
Formábalo una mujer, joven aún, como de treinta y cinco años, en cuyas sienes ensortijábanse raros hilos de plata, y dos hombres como de treinta, altos, esbeltos, elegantes los tres.
La dama o señorita parecíaseles en extremo. Hubiera sido ocioso preguntar si eran hermanos y hermana.
Marchaban, ella entre los dos, silenciosamente, tanto que, según pude observar durante largo rato, no cruzaron una sola palabra.
Sus rostros impasibles tenían no sé qué rigidez en ellos, y en ella no sé qué expresión lejana y como nostálgica.
Ellos eran rubios, ella morena, con ojazos negros, luminosos y tristes.
El extraño grupo no se apartó de mi imaginación durante buena parte de la noche.
No creo exagerar si digo que a costa suya, y con ellos como esenciales personajes, forjé dos o tres novelas misteriosas y complicadas...
La realidad era, sin embargo, sencilla, como todas las realidades, y la supe pocos días después, en el salón de la marquesa de..., donde en calidad de compatriota fui presentado a la mujer enigmática y estreché la diestra de sus hermanos silenciosos.
Sencilla era la realidad, sí, y conmovedora: aquella mujer, hermana, en efecto, de los dos jóvenes (gemelos éstos y sordomudos), pertenecía a una opulenta familia de la provincia mejicana. Era la mayor de la casa y, huérfana de madre desde temprana edad, hacía sus veces con los dos hermanos impedidos.
Cuando su padre estuvo en trance de morir, llamóla a su lecho y díjole:
— «Hija mía, voy a hacerte una súplica, a pedirte un sacrificio, acaso muy grande. Tú sabes cuánto quiero a Pedro y a Juan y cómo me inquieta su suerte. ¿Qué va a ser de ellos con su enfermedad, con ese muro impenetrable que los separa de la sociedad de sus semejantes y los deja inermes ante la lucha por la vida? No te cases, hija mía, hasta que estés segura de que no necesitan de ti. ¿Quieres darme prueba de cariño, mi María, a fin de que yo muera en paz?»
Ella, rodeando suavemente con sus brazos la cabeza del moribundo, juró que así lo haría; aceptó, con ese espíritu de sacrificio innato en nuestras mujeres hispanoamericanas, la maternidad espiritual que se le confiaba.
*
Pasaron los años. La mamita era adorada por los hermanos mudos, celosos de su nunca desmentida solicitud, a un punto tal, que ni un instante se separaban de ella en las horas hábiles, e iban a su lado, como dos graves custodios, en los paseos y reuniones.
... Pero un día, el amor llamó al corazón de aquella mujer.
El pretendiente era bueno, rico, gallardo, y la adoraba desde hacía tiempo, de lejos.
La mamita vaciló... Cierto que sus hermanos aún no habían cumplido la mayor edad y apenas podían valerse... pero aquel cariño era imperioso.
El, viéndola dudar, insistió. La pobre muchacha, ante las súplicas del hombre amado, debatíase penosamente. Al fin resolvió consultar con los mudos, recabar su consentimiento, pedirles que le devolviesen su derecho a ser feliz...
Mas apenas la hermosa mano alargada, la fina y noble mano figuró las primeras letras del usual alfabeto del abate de l'Epée, por medio del cual se entendían, los mudos palidecieron hasta la muerte, cayeron de rodillas a sus pies, asiéronse a sus ropas, y, con inarticulados y discordantes gritos de guturales rispideces y con ojos enormemente abiertos en que se leían la ira, el espanto, los celos, imploraron de la vestal que siguiese siéndolo hasta el fin...
Sus almas enfermas, medrosas y pueriles, temblaban convulsivamente en cada uno de los miembros de sus cuerpos.
María tuvo piedad... Cerró los ojos; irguió la cabeza; apretó con sus manos frías de angustia las manos convulsas y febriles de los gemelos... y éstos comprendieron con regocijado egoísmo de seres débiles, que estaban salvados, que el sacrificio se consumaba definitivamente...
*
Siguió el tiempo devanando su hilo misterioso, y aquella trinidad peregrina continuó en aparente calma por el sendero de la vida... no sin que en los ojos de ellos brillase el recelo a la menor mirada curiosa o tierna dirigida a María, no sin que los tristes y radiosos ojos de ella se clavasen de vez en cuando en una vaga e inaccesible lontananza, como para columbrar el Ideal perdido... |