Y aconteció que el carro fúnebre de tercera clase, con sus dos escuálidos caballejos, metióse entre los rieles del tranvía.
Cuando el conductor quiso evitarlo, ya era tarde.
—¡Nos ha estropeado el viaje!—exclamó con agresivo mal humor.
El carro, como si tal cosa, arrastrábase penosamente por el arroyo. Bostezaba el cochero bajo su grasiento sombrero de copa (pues la «categoría» del difunto no había requerido la peluca blanca) y el ataúd negro con cintas amarillas, mal cerrado, parecía bostezar también su interminable bostezo de eternidad...
Aun cuando suele decirse que los muertos van de prisa, ello se entiende, ¡claro!, de la trayectoria de su recuerdo por nuestra retentiva.
Este recuerdo atraviesa la memoria a muchos miles de metros por segundo; es fugaz como los aerolitos. En el cielo de ciertos espíritus, deja, como algunos bólidos, un trémulo rastro de oro, más o menos efímero; pero, en la realidad de las almas, se desvanece bien pronto.
Sabido es el delicioso cuento (de Anatole France): cierto turista se encontró en un cementerio japonés a una viudita harto apetitosa, que agitaba su abanico sobre la recién removida tierra del sepulcro de su marido, llorando a lágrima viva.
—«¿Por qué tan peregrino rito fúnebre?»—preguntó el viajero a su guía, quien interrogando a su vez a la viudita, escuchó esta ingenua y admirable respuesta:
—«Mi esposo, en su lecho de muerte, me hizo jurar que no lo olvidaría mientras estuviese húmeda la tierra de su fosa»...
... ¡Y por eso soplaba, diligentemente, con su abanico, la viudita!
¡El escéptico y filósofo marido nipón, que conocía bien a su mujer, le había pedido poquísima cosa..., y, sin embargo, estuvo a punto de pedirle demasiado!
¡Ah, sí, los muertos van de prisa en nuestra memoria... pero van muy despacio al cementerio, y la carroza de tercera clase de mi cuento marchaba con una lentitud verdaderamente... fúnebre!
Los ocupantes del tranvía empezaban a impacientarse.
—¡Voy a perder mi tren para El Escorial! —gemía una fiel esposa—. Y mi marido estará inquietísimo... ¡Tendré que telegrafiarle!
—Yo iba a San Antonio de la Florida con mis niñas—afirmaba una crasa mamá, flanqueada por dos muchachas morenas, de buen ver—, pero a este paso llegaré para la cena...
—Es insoportable la estrechez de las calles —vociferó un señor de opiniones avanzadas—.
En más de dos años que lleva en el poder el partido conservador, ya podía haberse abierto la Gran Vía, que ha de descongestionar un poco a este Madrid de mis pecados...
El cobrador trataba de calmar los ánimos con la perspectiva de la próxima llegada al tramo más ancho de la calle, donde el carro fúnebre se echaría a la izquierda, y el tranvía, desdeñosamente, pasaría a la derecha.
¿Y el muerto? El muerto, en tanto, sin pizca de impaciencia, seguía allí, muy ricamente, extendido dentro de su caja negra y amarilla.
—¡Será la última molestia que el pobre dé en su vida! —suspiró una anciana que iba en un rincón del tranvía.
¡La última molestia! El pobre, en efecto, debió tener raras ocasiones de molestar al prójimo. La muerte le reservaba una suprema compensación: iba a hacer perder a una fiel esposa su tren para El Escorial; a una mamá gorda con sus chicas, su paseo por los alrededores de San Antonio de la Florida. ¡Iba a impacientar a los novios de las niñas y a ser causa tal vez de un rompimiento, y, lo que es más grave aún, servía de pretexto para que un señor de ideas avanzadas, criticara al gobierno!
Eran demasiados desquites para tan modesto cadáver...
¡Su alma debía sonreír con una sonrisa absolutamente espiritual, en el seno de la Cuarta Dimensión! |