Si en todo el curso de este pequeño libro Luis se ha asomado al balcón, ya para ver la tierra, ya para ver el cielo, ha habido, sin embargo, ocasiones, — muchas,— en que desde abajo, desde la calle, ha alzado los ojos para ver sus balcones.
¿Sabéis porqué? Pues porque desde uno de ellos, el que está lleno de macetas, una mujer agitaba todos los días la mano— la más linda, la más blanca, la más afilada mano que queráis imaginar— para hacer a Luis un signo de adiós, o, mejor dicho, de «¡hasta luego!»
Cuando el invierno desvestía los árboles, (como ahora que Luis traza estas líneas) los hermosos árboles que bordan la calle, merced a la ausencia de la estival cortina de hojas, él podía ver desde más lejos el amistoso signo de aquella mano blanca.
El signo aquél seguíale hasta doblar la esquina, o hasta la plataforma del tranvía.
Por la noche, Luis, al volver a casa, alzaba los ojos para ver otro balcón, del cual no se ha hablado sino incidentalmente en las primeras páginas de este libro: el tercero de la habitación, que pertenece a un saloncito contiguo al despacho, a la izquierda de éste.
Generalmente ese balcón estaba iluminado. La luz alegre que enrojecía los cristales, decíale a Luis: «Ella ha llegado ya... Lee o hace labor junto a la mesita de nogal con soportes de hierro y torneadas patas oblicuas... ¡Está esperándote!
Y Luis subía las escaleras con paso más ágil, más animoso, a fin de llegar antes a la salita iluminada, donde poco después leería también, al lado de ella, un hermoso libro...
Pero un día, la mujer rubia que se asomaba al balcón a hacer a Luis un signo de despedida con la mano larga y blanca, aquella mujer que le esperaba leyendo cerca de la mesita de nogal, enfermó y tuvo que encamarse .
Veintiún días después, una tarde de enero, muy desapacible, se la llevaban a un lejano cementerio... a un lejano cementerio que Luis adivina desde sus balcones, y que distinguiría muy bien de no estorbárselo los edificios que se alzan al sur.
Desde entonces, ¿lo creeréis? Luis miró, al llegar a casa y al salir, con más insistencia hacia el balcón.
Bien sabía él que aquella mano larga ya no podía hacerle signo ninguno. Bien sabía que (después de la noche en que el balcón de la izquierda estuvo más iluminado que de costumbre por la luz de unos cirios temblorosa), ya nunca más mostraría aquel fulgor rojizo, aquellos vivos rectángulos de la vidriera, en cuyo centro parecía que unas letras misteriosas y cordiales decían: «¡aquí estoy y te espero!»
Bien sabía esto Luis; y, sin embargo, un ímpetu incontenible hacíale alzar la cabeza, al salir de casa y al volver.
Pero pasaron los meses y los años, y Luis acabó por no levantar más los ojos, como si su alma niña, ingenua, enamorada del milagro, se hubiese convencido por fin de la inutilidad de
su fantástica esperanza.
(Los balcones. Biblioteca nueva. Madrid. 1920) |