Al Lic. Don Joaquín D. Casasús
Entre la pradera por donde paseaban y el coqueto caserío, atrayente y risueño a fuerza de color y de claridad, estaba la pauta obscura y enorme de los rieles, que prolongaban, hasta perderse de vista en un cercano recodo, la acerada rigidez de sus paralelas.
El matrimonio y los dos niños tuvieron la misma idea: ir allá entre las coquetas casitas rojas y azules que eran la seducción por excelencia del paisaje.
Pero ¿y los rieles? el peligro de atravesar los rieles?
Antes de que el marido madurase esta objeción, la señora, con el mayor de los niños, que la acompañaba, echó a correr, saltando durmientes y hierros, y en tres minutos se mostró triunfante al otro lado, sobre el talud mullido del césped.
Siguióla el esposo con el niño más pequeño de la mano. El chico brincaba riel a riel y pretendía, en algunos, caminar, haciendo equilibrios sobre la angosta superficie, sostenido siempre por la diestra de su padre.
De pronto, un ronco silbido los paralizó a los dos de sorpresa. Del recodo surgía poderosa, violenta, empenachada de fuego, una locomotora; detrás asomaban los primeros coches de un gran expreso.
La madre, allá en el talud, lanzó un grito desesperado.
El padre con esa lucidez de los inevitables momentos de peligro y la loca premura de su pensamiento angustiado, se dijo:
—Es imposible llegar hasta el talud antes que pase el tren.
Luego, siguió pensando, siguió pensando con la concatenación de imágenes y de ideas que se producen vertiginosamente y fuera del tiempo en los trances supremos:
— Hay muchos rieles, y por tanto muchas probabilidades de que la máquina no recorra la misma vía en que estoy en estos momentos: si echo a correr, el peligro es mayor, si espero en firme aquí, tal vez nos salvemos.
No vaciló. Apretó fuertemente entre sus brazos al niño y cerró los ojos.
El estruendo del tren se hacía mayor por instantes. Parecía que la tierra toda era presa de una convulsión y se poblaba de rumores.
— Viene hacia nosotros, — pensó — . Va a aplastarnos.
Y apretó más al niño contra su corazón.
Su pensamiento desbocado siguió agitando imágenes en la fiebre del instante definitivo.
Entretanto, sobreponiéndose a aquel como quebrantamiento, como machacamiento formidable de fierro con que se aproximaba la locomotora, sobresaliendo entre el ruido desconcertador, seguían oyéndose los chillidos de la madre, allá en el talud...
Y él imaginaba su muerte: la máquina iba a aplastarlos, a triturarlos, a untarlos materialmente en los rieles. Todas sus lecturas de catástrofes le vinieron a las mientes. Vio su cerebro salpicando los postes del telégrafo, sus miembros despedazados, dispersos; segada la cabeza como a cercen por los filos de las ruedas, y los ojos saltando horriblemente de las órbitas como para mirar el espanto de la escena.
El niño, que hasta entonces había permanecida en un silencio trágico, preguntó:
—Papá, qué ¿va a dolernos?...
En ese mismo instante, el estruendo llegaba a su máximum y la gigantesca máquina, con su rosario de coches, pasaba zumbando por los rieles inmediatos.
Una sensación de bochorno, de calor intenso... Luego, al abrir los ojos, el último vagón que huía casi rozándolos.
A lo lejos, el amenazador penacho, que se desmenuzaba en el aire. |