Un título de Castilla, que ha vivido mucho en Granada, me contaba la siguiente historia incomparable:
Cierto moro de antigua familia heredó, como el bien más preciado, una vieja llave herrumbrosa.
—Esta llave, dijéronle sus padres, ha venido transmitiéndose de padre a hijo, desde hace más de cuatro siglos. Cuando Boabdil «el Chico» abandonó, obligado por las lanzas cristianas, el edén de sus mayores, nuestro antepasado, que hubo de seguirle, dio un desgarrador adiós a la casa donde había nacido, y, como muchos otros, llevó consigo la llave simbólica, con la que un día él o alguno de sus descendientes tornaría a abrir el ferrado portón que amparó los más felices años de su vida.
A Alá no plugo que volviese, y las generaciones se han sucedido, guardando el precioso depósito, mirando, melancólicamente, más allá de la banda azul del mar, la ribera dorada donde reinaron sus abuelos, e imaginando la vega verde y florida y la serranía azul y nivosa.
El joven moro no pensó desde entonces sino en venir a Andalucía; trabajó, economizó, y, al fin, se embarcó en Tánger para Málaga, y de allí fue a Granada.
¡Cómo medir la intensidad de sus sentimientos al pisar la tierra bendita! No, no era sólo su corazón: eran los corazones de sus padres, de sus abuelos, de todos sus antepasados los que brincaban en su pecho; eran los labios de todos ellos los que besaban los azulejos y los arabescos de la Alhambra; era el ensueño de todos ellos el que aleteaba a la fresca sombra de las enredadas callejuelas.
Poseía él un plano de la ciudad, muchas indicaciones precisas; y con instinto de amor y con emoción ancestral, púsose a buscar su casa.
No le fue difícil hallarla. El barrio había variado poco. ¡Allí estaba, en un recodo de la calleja misteriosa! Allí estaba lucida de cal, vieja de más de cuatro siglos, pero erguida aún, con no sé qué de acogedor en su fisonomía enigmática, como esperando al dueño ausente, que la dejó en una mañana de lágrimas.
El mozo se llevó temblando la mano al pecho, sacó de una antigua bolsa de seda la llave, y la aplicó con indecible emoción a la cerradura... La llave entró suavemente, giró sin esfuerzo moviéronse los pestillos saliendo del cerradero... y la puerta se abrió, cantando, a la presión de la mano del marroquí.
Intencionalmente, no quise preguntarle a mi amigo qué sucedió después.
¿Encontró el moro todo lo mismo que se lo habían descrito sus padres?
¿Rostros hostiles y manos violentas lo apartaron de la secular morada de los suyos?
¿O, por el contrario, feliz, pudo adquirir la casa y vive allí, enredando plácidamente sus memorias, mientras el agua, en la fuente del patio, canta su canción monótona, «la misma» que en las siestas ardientes arrulló el ensueño islámico de sus antepasados?
¡Quién sabe!
Hay historias que no deben tener desenlace, y ésta es una de ellas. |