A Mariano Miguel de Val
Una de las cosas que más me han sorprendido en mi existencia, y que en Madrid tengo frecuente ocasión de observar, es la alegría y el excelente humor de los ciegos.
En México encontraba ya a diario parejas de muchachos ciegos, de la escuela inmediata a mi casa, que salían de paseo. Casi todos sonreían, como si contemplasen un bello paisaje interior, o pensasen pensamientos harmoniosos y apacibles.
Tuve en mi niñez un maestro de música ciego. Su sutileza era tal que, cuando entraba en una habitación, sabía inmediatamente si en ella había alguien, y dirigíase sin vacilar a la persona aquélla, enfadándose si no se le respondía y preguntando irritado:
—¿Es usted sordo?
Al trasponer el umbral de una puerta, el ambiente de la pieza hacíale adivinar si era reducida o espaciosa.
Pues bien: este ciego considerábase feliz; jamás le vi sombrío, a pesar de toda la sombra que llevaba en las muertas pupilas.
Théophile Gautier, en su viaje a España (adorable antigualla), habla de un ciego que le guió en su visita al Escorial.
«Era verdaderamente maravillosa de ver, dice, la precisión con que se detenía frente a los cuadros, designándonos su asunto y su autor, sin vacilar y sin equivocarse jamás»
«Nos hizo subir a la cúpula, y nos paseó por una infinidad de corredores ascendentes y descendentes, que igualan en complicaciones al Confessionnal des Pénitents Noirs o al Château des Pyrénées, de Anne Radcliffe. Este buen hombre se llama Cornelio— añade Gautier— y disfruta del más bello carácter del mundo. Parece alegrísimo de su enfermedad.»
*
En días pasados, en un tren, un matrimonio, fortuita relación de viaje, referíame de cierta parienta a quien iba a visitar:
—Es una anciana,— decíame la señora (y el marido lo confirmaba),— que hace algunos años era intratable. Tenía un insoportable carácter; pero desde que se quedó ciega se volvió angelical. Su buen humor y su dulzura no se desmienten jamás.
Si me pusiese a citar todos los testimonios y ejemplos que abonan la verdad de este hecho, inverosímil pero exacto, no acabaría nunca; mas quienes me lean saben sin duda de muchos casos y confirman in mente lo que digo. Sí, señor; los ciegos son casi siempre alegres, los ciegos son casi siempre felices.
Así como canta más bellamente, según afirman, un ruiseñor, cuando un salvaje le arranca los ojos, así gorjea el alma de un ciego en la perpetua noche que la circunda.
¡Qué sabemos nosotros de estas misteriosas compensaciones de la naturaleza para los miserables a quienes en apariencia azota! ¡Qué sabemos si es madre allí donde la hemos creído madrastra!
¡Cómo podríamos adivinar los paraísos interiores de aquéllos a quienes está negada la visión de la vida!
¡Quién sabe si la tristeza está en las cosas, como está en ellas la consistencia, como está en ellas la energía, como están en ellas tantas propiedades físicas!
¡Las cosas son tristes, sí, y la visión de las cosas es acaso la que nos conturba y llena de melancolía! Tras de mirarlas y remirarlas, la angustia se nos entra muy hondo.
Cuando ya no las vemos, la angustia se va con la luz...
El horror supremo de los ciegos de Maeterlinck es puramente imaginativo: está pensado por un hombre que ve. La realidad no es así. En las grandes catástrofes, los ciegos son quienes más seguramente escapan.
Ellos están en connivencia con las tinieblas. La sombra es su cómplice.
Cuando, en Londres, cae la terrible bruma negra, mientras la metrópoli agoniza y se debate como un gran monstruo en una trampa, ellos marchan por el dédalo de calles, para ellos solos visible, sonrientes y serenos.
Por todas estas cosas, y por otras muchas, no me sorprende la sonrisa de los ciegos, divorciados ya de las apariencias del mundo: ¡la enigmática sonrisa de los ciegos que van por las calles de Madrid haciendo sonar sus desmadejadas orquestas! |