El pícaro egoistón sabía de sobra lo que valía su mujer; pero se cuidaba desesperadamente de decirlo a nadie, y mucho menos a ella misma.
—«Para mí solo—pensaba— : para mí solo esa gracia inefable que fluye de cada uno de sus movimientos, que florece en cada una de sus sonrisas. Para mí solo ese ritmo suave del andar. Para mí la entonación deliciosa de su voz. Para mí sus cualidades de ama de casa insustituible, y todos sus encantos secretos y todas las armonías ocultas de su cuerpo y de su alma...»
Como vivían aislados, por tendencia invencible de carácter en los dos, el «usufructo», llamémosle así, de cuanto valía Elena, era de Manuel. Nadie podía siquiera rendir a aquella mujer excepcional el elogio secreto que se imponía al alma en cuanto se la trataba.
La vanidad femenina—o la intuición—tienen empero, han tenido siempre, grandes aciertos, y es claro que Elena sabía que era graciosa, que era discreta, que valía mucho. Pero como jamás una alabanza de su marido (a quien adoraba), ni un cumplido de los extraños, a quienes no veía casi, venían a corroborar su interior dictamen; como Manuel, por otra parte, era el espejo por excelencia en que ella se veía, acabó la pobre por dudar de sus encantos y hasta por olvidar que los tenía.
Iba viviendo como una Cenicienta, a quien ningún príncipe había rendido aún homenaje, a quien ninguna admiración había revelado todavía la maravillosa pequeñez de su chapín de cristal.
¡Cómo gozaba el egoistón cada vez que un encanto nuevo surgía a flor de piel en aquella rosa divina!
Tal inflexión, hasta entonces no oída, de la voz; tal cadencia no escuchada aún en el cristal de la risa; tal gallardía no vista del movimiento; tal gesto antes no percibido, llenábanle de satisfacción infinita. —«¡Para mí solo! ¡para mí solo en la intimidad absoluta de mi hogar!... Esto nadie lo ve, esto nadie lo sabe, esto nadie lo cata ni embelesa a nadie: «¡¡para mí solo!!»—repetía.
Y con el miedo infame de que ella se diese cuenta de la admiración que inspiraba y «se ensoberbeciese », a veces, ante las gracias más impensadas y arrobadoras, se acorazaba él de frialdad. —«¡Se diría que te fastidio!»—insinuó ella tristemente, en cierta ocasión, cuando, después de narrar a su marido con encanto infinito algunas sencillas escenas de su infancia, sólo halló por respuesta una como vaga sonrisa deferente.
Y el odioso egoísta, en vez de caer a sus plantas, de abrazarse a sus rodillas, de decirle:
—«¡Al contrario, bien mío, me embelesas, eres adorable en todo; te idolatro!», se contentó con un: «¡Ah! ¡no por cierto!» de leve sorpresa cortés.
... Pero el castigo no se hizo esperar. ¡Oh!, Dios mío, cuando los hombres no aprecian tus dones más preciosos, Tú no te enojas, no: se los retiras simplemente, porque no conviene «arrojar margaritas a los cerdos».
Y Elena cayó enferma y su enfermedad fuese agravando... agravando.
Entonces el egoistón aquel se volvió loco. ¡Perder tamaña maravilla! ¡Ver secarse tan milagroso lirio! ¡Comprender como nadie el valor portentoso de aquel ser, todo hecho de gracias, y entregárselo para siempre a la muerte!
¡Oh, sí, el castigo fué proporcionado a la culpa!
Vínole entonces el tardío, pero, por eso mismo, imperioso deseo de hacer justicia, y en un momento en que la enferma estaba serena, reclinada en sus almohadones, mirándole con aquellos sus santos ojos claros y grandes, llenos ya del invasor misterio de la muerte, él se arrodilló a los pies de la cama, cogióle la diestra afilada y temblorosa, besóla con transporte y exclamó:
—Amor mío, es preciso que vivas para que yo te quiera más que nunca y te mime más que nunca y te diga todo lo que eres, todo lo que has sido para mí, el culto celeste que te rendí siempre en lo vedado de mi alma, la estimación sin límites en que tuve tus menores actos... Amor mío, yo no he sido más que un espejo que recibe en su hondura todos los detalles de una imagen y que milagrosamente se regocija de ellos, pero que no responde a aquel don sino con su aparente serenidad de cristal. Nadie te ha amado como yo y nadie ha aquilatado más todas tus gracias. Llena de gracia eres y derramando gracias has pasado por mi existencia. Todos mis instantes te han dicho: «¡bienvenida!» Todas mis horas te bendijeron, amor...
Pero tuve miedo—un miedo espantoso de perderte si te mostraba esta adoración—. Te juzgué capaz de un envanecimiento natural; temblé ante la idea de que me hallases inferior a la excelencia que yo confesaba en ti... y callé, callé cobardemente, callé con un goce íntimo y celoso, de todos los minutos... ¡Estos labios que tantas veces debieron cantar tus alabanzas, se volvieron de piedra para el elogio; ellos que eran tan ávidos para la caricia! ¡Perdón, amor, perdón, y vive! Es fuerza que vivas. No te vayas, tú, el más alto, el más noble, el más puro e inmerecido galardón de mis días. Vive y yo iré diciendo por todas partes tus loores. Vive y te escribiré un libro; un libro para ti sola; un libro digno—te lo juro—de ti.
Los sollozos dijeron lo demás.
Ella apartó suavemente su diestra de la mano trémula de su marido y la posó en la cabeza de éste, con movimiento de ternura casta y discreta. Llena ya de esas justas y sosegadas apreciaciones que da la muerte:
—«Hijito—dijo poniendo una indecible ternura de maternidad espiritual en su voz—, no te tortures así. Yo no tenía quizá más encanto que el que me daba tu cariño, y, si lo tuve, volverá al venero eterno de donde manan todas las bellezas y todos los bienes. Si tú fuiste un cristal, yo no fui sino el reflejo de una luz. Cuando me haya muerto, escribe, sin embargo, el libro. Yo ya no podré envanecerme de él aunque me fuese dado leerlo, invisiblemente, sobre tu hombro; pero Dios será loado en una de sus criaturas.
Y no dijo más; pero en su mirada, en que luchaban ya la luz y las sombras, tembló la última lágrima, como postrer piedra preciosa del collar de aquella vida incomparable. |