A Doña Laura Méndez de Cuenca
Me acuerdo aún de mi primera pregunta. Entonces la vida llovía mucho sol sobre mis cabellos.
—¿Y Judas, madre?
—Judas fue uno de los doce apóstoles, y vendió al Divino Maestro.
Esa mañana, una mañana de mi tierruca, envuelta en neblinas testarudas, como si el mar cercano, esperezándose, le enviara un vaho inmenso, quemaban al traidor en varias calles, en efigie de cartón pintado, con cilicios de cohetes, ante una parvulada del pueblo, que aullaba de alegría o se echaba a silbar desesperadamente cuando marraba alguna pieza de la rudimentaria pirotécnica.
Más tarde, ya lejos de mi valle («del triste valle donde yo nací», dicen unos versos muy románticos), nos daban ejercicios en mi colegio. La capilla oscura resonaba con la voz gangosa del padre lector, y recuerdo que, proponiendo la primera meditación de la mañana, leía en el clásico libro de la S. J.:
—Cayó Judas y lo sustituyó San Mateo; cayó Pelagio y lo sustituyó San Agustín; cayó Lutero y lo sustituyó San Ignacio.
Judas otra vez. No pregunté ya: le conocía, era «uno de los doce», el que vendió al Divino Maestro.
Y corrió aún el tiempo, y una tarde gris también en que mi espíritu, que es como el agua tranquila que refleja todos los matices del cielo, tenía tanta bruma como la que puede contener un libro de Rodenbach— leía el Evangelio cerca de la ventana de mi celda de estudiante.
El sol tramontaba ocultamente, como un rey que viaja de incógnito. Apenas si detrás de la niebla lo denunciaba un pálido círculo de tonos más claros, como una mancha circular de aceite en un pliego de papel blanco. El campo parecía soñar bajo el pabellón melancólico del cielo; algunos pájaros friolentos garruleaban en los árboles del jardín, y llegaba a mi oído el monótono lloro del agua cayendo sobre el tazón de mármol.
Leía el relato de la última cena. Allí estaba Iscariote. Mientras Juan, «el discípulo que Jesús amaba», como se llama él a sí mismo con deleite, apoyaba su cabeza en el hombro del Cristo, Judas, que «metía la mano en el plato», que comía el pan y bebía el vino de la Pascua, fraguaba ya la traición.
Pero el capítulo más doloroso era el del beso: «¡Con un beso entregas al Hijo del Hombre!...»
Dejé el libro sobre el alféizar, y me quedé contemplando el paisaje, enfermo y serenamente triste, como mi ánima.
Y fue aquella la tercera vez que encontré en mi camino a Iscariote.
La cuarta, la quinta, la sexta... le encontré leyendo la historia y la poesía heroica. Hay un Judas en la Ilíada; hay un Judas en los albores de la reconquista de España; hay un Judas en la tragedia amorosa de «Alhamar el Magnánimo».
Yago, en el tremendo drama de Shakespeare, tiene alma de Judas; en México tuvimos un Judas que, por gracia de Dios, no nació entre nosotros: Picaluga; hemos tenido otros que calentaron su infamia al rayo puro de nuestro sol.
Judas por dondequiera, a través de la marcha de la humanidad; Judas vuelto símbolo; Judas tornado ósculo siniestramente inmortal.
Aún encontré al traidor, con este último disfraz, bajo la máscara de un beso, beso de los labios ante quienes se ora, de los labios que creímos hostias rojas, hostias de bendición, y que fueron portaestandartes de Iscariote, chasqueando eternamente en los siglos; y repetí la dolorida frase del espíritu, que responde a la nefanda caricia, diciendo:
— «¿Con un beso entregas al Hijo del Hombre?»
Cuando encontré al Judas simbólico, escribí estos versos:
Que aquél que, recorriendo su ruta de asperezas, haya abrevado su alma en mayores tristezas
que mis tristezas, alce la voz y me reproche..
Job, Jeremías, Cristo, Daniel: en vuestra noche,
toda llena de angustias de redención, había un astro, el astro de una ideal teoría:
Dios vino hasta vosotros, Dios besó vuestra frente; Dios abrió en vuestro cielo la brecha reluciente
de una esperanza.
En mi alma todo es sombra, y en ella
jamás ¡jamás! titilan los oros de una estrella.
Mi alma es como la higuera por el Señor maldita:
no da fruto, ni sombra, ni reposo; no agita
sus abanicos de hojas. Sus ramas ¡ay! desnudas,
servirán a la desesperación de algún Judas,
de algún ideal tránsfuga que me besó con dolo,
y que, por fin, se ahorca desamparado y solo.
Que aquél que, recorriendo su ruta de asperezas,
haya abrevado su alma en mayores tristezas
que las mías, levante su voz de trueno. ¿En dónde
están los grandes tristes? ¡Ninguno me responde!
La eternidad es muda, y el enigma, cobarde...
Hermana, tengo frío: el frío de la tarde.
*
Y el Judas simbólico es ya un viejo conocido mío: sé que vendrá, lo espero siempre. Cuando el cielo está azul y el horizonte más puro, veo erguirse su silueta, de un rubio insultante; su melena rojiza flota al viento de la mentira. Su pecoso rostro sonríe.
Echaos a temblar, pobres ilusiones, nidada gorjeadora de mi alma; encogeos, humildes amores míos; esperanzas vestidas de blanco y coronadas de azahares como para la primera comunión, escondeos. Escondeos, pobrecitas mías, porque él viene: adelanta ya entre los árboles espesos. La luna es tan misericordiosa, que se atreve a besar su cara antes que él bese vuestras lindas mejillas nacaradas.
¡Ah! yo bien quisiera cobijaros entre mis brazos, pero están clavados...
¡Y Judas llega! ¡Judas besa!
Sí, a él también le toca su turno: al día siguiente de la crucifixión, cuando el cuerpo luminoso de Cristo se estremece ya en su tumba nueva para resucitar y ascender a la gloria del Padre, Judas se detiene ante la higuera que sombrea un triste arrabal de Jerusalén. El remordimiento le ciñe como con sierpes de espinas. Va a ahorcarse mientras los ángeles cantan: Resurrexit, non est hic; mientras Magdalena busca perfumes para ungir el cuerpo del Amado. Él espumarajea mientras la de Magdalo adora.
La de Magdalo es el amor inmortal: él es la inmortal infamia.
Magdalena es el beso que se posa como paloma a los pies del Dios adorado.
Judas es el beso que quema la mejilla con lumbre de traición.
Magdalena diviniza a su amado, pregonando, muy de mañanita, porque el amor madruga, su ascensión a los cielos.
Judas lo vende y lo sacrifica. Y, sin embargo, esa alma toda luz y esta alma toda sombra, realizan la redención: Judas vendiendo a Cristo; glorificándolo, Magdalena.
Y Judas se ahorca.
Pero resucitará: resucitará con una resurrección maldita; es eterno: sin él no hay pasión, y es preciso que todos los corazones estén crucificados, a fin de que se obtenga el fin supremo del universo, que es el perfeccionamiento por medio del dolor. |