El «Duque Job», de noble y pía memoria, en cuento que ya puede reputarse clásico, nos refirió la historia de un peso falso.
Este peso no sólo era falso, sino que tenía mala entraña (entraña de cobre, es claro). Al jugador vicioso y borracho le sirvió como peso bueno, haciéndole ganar un número seco. ¡Al pobre papelero lo llevó a la Comisaría!
La moneda cuya historia voy a contaros, fue por el contrario piadosa, excesivamente piadosa (si es que en la piedad se puede ser nunca excesivo). Cierto que no era de cobre, sino de plata, y tenía su ley justa y su cuño legal. Su único pecado consistía en estar desmonetizada, o mejor dicho, en ser de un tipo retirado de la circulación.
El mexicano que llega a Francia, se encuentra, por lo general, algo perplejo con respecto a la moneda circulante. Las piezas de plata de Napoleón I no corren, en tanto que las de Luis Felipe o Napoleón III circulan sin reparos. De los cuños extranjeros hay muchos que tienen aceptación, como el belga y el suizo, pero de este último sólo las piezas en que la figura de mujer que simboliza la República está de pie. Si esta figura está sentada, «no anda», lo cual se explica, por lo demás, perfectamente. El oro italiano y el belga circulan a la par. En cambio los luises argelinos, siendo de cuño francés, tienen descuento en el comercio.
Todo esto, y otras cosas, las va uno sabiendo poco a poco, y a costa de algunas pérdidas (que no hay experiencia gratuita), y por lo común, en los primeros días que pasamos en París, nuestro portamonedas va llenándose de monedas inservibles que filosóficamente dedicamos a coleccionar o guardamos como porte-bonheur.
Yo, como todos, poseía varias de estas monedas, y hacía lo posible por no aumentar su número, pues no me consolaba mucho que digamos eso de enriquecer mi colección, y en cuanto a los porte-bonheur, me dejaban un poquito escéptico respecto de sus virtudes.
A pesar de mis precauciones, una tarde la consabida muñeca suiza, Minerva, República, o lo que sea, bien sentada, y por ende incapaz de andar, vino a mi bolsa y se quedó en ella, cuando todas las otras monedas se habían marchado.
En esto llega a verme cierto bohemio inveterado, Charles X, a quien solía yo «prestar» un franco «de vez en cuando»... más «de vez en cuando» de lo que hubiera querido.
Según me dijo, no había comido... y sobre todo, no había fumado desde hacía lo menos media semana.
Yo, aunque estaba seguro de no poseer ni un céntimo suelto en aquellos momentos, metí mano a la bolsa.
Todos hacemos esto de meter mano a la bolsa, a sabiendas de que en ella no hay nada, impulsados por cierta obscura e instintiva fe hereditaria en el milagro, o con la ilusión de haber olvidado una moneda pequeña en el repliegue de los forros.
Entonces, la generosa suiza, la muñeca sentada, tropezó con mis dedos solícita y amable, como diciéndome en un francés correcto, aunque con ligero acento helvético:
—Mon ami, je ne marche pas: tu vois bien que je suis assise; mais je voudrais bien te servir...
—Mon ami—dije yo a mi vez al bohemio—, no tengo por el momento más que este franco.
Yo se le ofrecería gustoso... ¡pero no circula!
—¡Cierto!—respondió él examinándolo—, no circula. Pero démelo usted de todas suertes. Probaremos.
Y se marchó muy contento, acariciando sin duda un proyecto.
*
Al día siguiente, Charles X fue a buscarme. Iba radiante, con su blague de tabaco Maryland, repleto, y además, una cajetilla de «bastos», dos puros de quijada y cerillos en abundancia.
Como si esto no bastara, había comido, bebido buenos vasos de vino, dos tazas de café y qué sé yo qué más.
Y he aquí la sencilla, ingenua y al par admirable historia que me contó, y cuya verdad os garantizo:
Mi amigo emprendió el largo camino a su casa (del otro lado del agua), acariciando con el pulgar y el índice, en el bolsillo de su chaleco, poco acostumbrado a gollerías, el franco de marras.
Al pasar por un bureau de tabac, cuya enseña rojeaba entre la noche, pidió una cajetilla de bastos de a ochenta céntimos, la abrió incontinenti, encendió en el mechero de gas un pitillo y al propio tiempo arrojó sobre el comptoir un franco, que tintineó solícito con el mejor sonido que pudo sacar de sus entrañas piadosas.
—Este franco no circula— exclamó el comerciante, devolviendo la moneda a mi amigo.
Mi amigo entonces echó mano de la expresión más inocente de su repertorio, y con un terrible acento del Mediodía, de ese que no perdona una sola «e muda», respondió:
—¡Pero si es de plata!
—Ya lo creo que es de plata—replicó el de bureau—, pero ha de saber usted que estos francos suizos no son ya aceptados. La figura debe estar de pie y no sentada.
— ¡La figura debe estar de pie!—repitió el bohemio con la desolación más perfecta... Eso, eso es, creo que ya me lo habían dicho, «la figura debe estar de pie»; qué remedio: le devolveré a usted los pitillos: sólo que ya los he abierto y falta uno.
—¡Bah! ya me pagará usted otro día: jAllez!¡Allez!
Y Monsieur Charles se marchó con sus cigarrillos y su franco en la bolsa.
Poco más adelante entró a un restaurant modesto, pidió un Chateaubriand, y al pagar... vuelta con el franco.
—¡Ça ne marche pas!
—Pero si es de plata...
—Sí, pero suizo.
—¡Y qué! Cansado estoy de traer francos suizos y todos los he gastado sin reparos.
—Sí, pero con la figura de pie... ¡On voit bien que Monsieur n’est pas parisién!—añadió despectivamente el garçon...—En fin, ¡ya pagará usted otro día.
Monsieur Charles entró después a un débit de vins, donde se regaló con medio litro de rojo; luego a otro bureau de tabac, donde cargó y encendió su pipa, y por fin, a la media noche, llegó a su casa, bien comido, bien «fumado », bien refrigerado, y con su franco en la bolsa.
—Con este franco me han de enterrar— agregó conmovido, acariciando la moneda. |