Para Balbino Dávalos
EL Desierto de los Leones es uno de los sitios más hermosos de la República Mexicana.
Imagináos, limitando el admirable valle de México, un monte ensilvecido a maravilla de pinos y cedros, arado por profundos barrancos, en cuyo fondo se retuercen diáfanas linfas, oliente todo a virginidad, a frescura, a gomas; y en una de sus eminencias, que forma amplia meseta, las ruinas de un convento de franciscanos, de los primeros que se alzaron después de la conquista.
Un poderoso aliento de misterio invade las penumbras perennes de los sonoros pinares, y parece como que la oración, el ayuno y la teología han dejado allí su contagio de tristeza, de austeridad y de silencio.
Ahora que los ferrocarriles y los tranvías eléctricos hacen tan fácil la escapada de la metrópoli hacia los innumerables pueblecillos y recodos amenos del valle, aquel sitio continúa aislado de todo tráfico; y como es fuerza subir por las ásperas derivaciones de la montaña al tardo antojo del mulo o del caballo, pocos son los turistas que intentan la aventura, y casi puede uno prometerse, allá arriba, inalterable paz.
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Al Desierto de los Leones fue, hace algunos años y aprovechando el ocio forzado de una Semana Santa, el eminente don Justo Sierra, al que acompañaban Jesús Contreras, el bien amado escultor que en París dejó un brazo y tantos ensueños; Jesús Urueta, el orador incomparable, y un grupo de poetas predilectos, entre los cuales, Luis Urbina, Jesús E. Valenzuela y otro tan exquisito y alto como ellos, el más culto quizá, el de percepción más aristocrática y fina de los poetas nuevos de México, pero cuyo nombre no pronunciaré por tratarse del personaje principal de esta aventura.
Sólo sí le llamaré Sabino, como aquel compañero de fray Luis, que con él departe en los Nombres de Cristo; y diré que era y es muy dado a estudios espiritualistas, y que, sabio en teosofía y en otros altos esoterismos, ha buscado con verdadera ansia la clave de los enigmas que nos rodean, y ha perseguido el fantasma a través del día y de la noche.
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La Semana Santa había llegado tempranamente y el invierno estaba todavía en las cimas. En cuanto cayó la tarde, el frío se dejó sentir con intensidad. Los excursionistas encendieron un gran fuego, y mientras les preparaban la comida, agrupáronse en torno de la vivaz hoguera, el reflejo de cuyas llamaradas temblaba en el fondo obscuro de la arboleda.
Naturalmente, se refirieron historias de aparecidos. Había para ello la complicidad del silencio y la complicidad de la luna. La hoguera contribuía al conjuro con su fantástica nota roja que ensangrentaba los rostros atentos y pensativos.
Cuanto mayor era el influjo de lo desconocido y más visible el temblor de lo invisible, uno de los del grupo exclamó dirigiéndose a Don Justo Sierra:
—Señor: allá abajo, entre los árboles, hay una sombra...
Volviéronse hacia el punto indicado todos los ojos, y, en efecto, a cien pasos, en una explanada, entre pinos gigantescos, se veía distintamente, al fulgor de la hoguera y a la luz de la luna, pasear, lentamente, a un fraile, con la capucha calada y las manos escondidas en la amplitud de las mangas.
Tan patente y manifiesta era la aparición, que ninguno de los presentes dudó de ella. El narrador suspendió su relato, y en el mutismo unánime producido por el pánico de lo sobrenatural, sólo se oyeron el ruido de las respiraciones angustiosas y el crepitar loco de los sarmientos, que, como ofidios rojos, se retorcían en la lumbre.
¿Qué alma vagabunda de fraile volvía de la hondura de los siglos a recorrer aquellos que fueron agrestes escenarios de mortificación, de plegarias y de pensamientos ascéticos?
Los testigos del hecho confiesan que jamás sintieron tan de cerca el soplo helado del arcano y del milagro.
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De pronto, el más conmovido sin duda de todos, Sabino, lívido como la luna y tembloroso como las hojas, se puso en pie y echó desesperadamente a correr tras el fantasma.
Éste, al advertir sus movimientos, se esquivó entre los árboles con suma presteza.
Parecióles a todos que se había como desvanecido; pero no: a poco volvieron a verle más allá, en un montículo de tierra.
Sabino seguía corriendo hacia él, y pronto una verdadera caza,— la caza al espectro,— turbó la paz de las hojarascas, que se quebraban crujiendo, y el sueño de las culebras que huían ondulantes.
Tan furiosa era la persecución como hábil la huida. El fantasma parecía deslizarse, como algo fluido, en confabulación con el viento y con la sombra; pero Sabino, lejos de perder terreno, cada vez más rabioso, prevenía todos los quiebros, presentía todas las artimañas, y, por fin, estrechando distancias, sofocado por la emoción, tanto como por la carrera, pudo asir con sus manos nerviosas al fraile fugitivo...
Arriba, en el vivar, un grito retembló cuando los espectadores de aquella nunca vista escena advirtieron el resultado de la persecución; y todos echaron a correr hacia el sitio en que el fraile se debatía entre los brazos de Sabino exclamando:
—¡Déjame ya: me haces daño!
El espectro era Urueta que, de acuerdo con Contreras, se había disfrazado para dar a aquella noche un poco del sabor del misterio... Sabino, colérico, hundióle las uñas en los brazos, y cuando sus amigos le obligaron a soltar su presa, pasmados ante lo insólito de su actitud, él exclamó llorando de ira y despecho:
—Haber corrido rabiosamente toda mi vida detrás de lo sobrenatural, y ahora que ¡por fin! creía tocarlo con mis propias manos, encontrarme con éste...
Y su pena, lo más inesperado quizá de aquella noche de sorpresas, era imponente de nobleza y de sinceridad. |