I
Cada vez que esta rueda del año, más erizada de púas que la de Santa Catalina (a juzgar por las penas que nos trae), ha dado una vuelta completa, y que el apacible y triste Valle de México se cubre con el manto cristalino de las primeras heladas, me acuerdo de una relación de Donaciana, mi vieja nodriza, hecha, diciembre por diciembre, en los últimos días del mes, en un rincón de la cocina humosa y cordial.
En mi país no hay tradiciones poéticas. El viejo Noel francés, cuya sonrisa bonachona ilumina la selva virgen de una barba en la que han nevado tantos inviernos, jamás ha sido mentado por aquellas comarcas; Santa Clauss, a pesar de la vecinidad yanqui, no ha aparecido tampoco nunca por mis valles, con su cargamento de regalos. La poesía íntima y suave de la chimenea, en que un tronco arde crepitando, es ajena por completo a aquellos modestos hogares. Ningún niño pone, por lo tanto, sus zapatitos, y con ellos su ilusión, a la vera del fuego amable, y ninguno se despierta rodeado de juguetes. Unos cuantos alemanes, expatriados definitivamente, que de luengos años atrás comercian en aquellos rumbos y que han llevado consigo sus prestigiosas tradiciones, velan el 24 de Diciembre, rodeados de sus hijos, alrededor del árbol maravilloso; pero la bella costumbre ni por ésas se aclimata en mi costa. El árbol que da juguetes no prende en mis trópicos: es el árbol del Norte, árbol del frío, árbol de perfumes boreales, árbol de las montañas desconocidas en cuya cima duerme siempre la nieve.
Así, pues, lo único que individualizaba en aquella sazón e individualiza aún en mis recuerdos el fin del año eran: las letanías de los Santos, que se rezaban en la parroquia, y a los cuales nos llevaba mi madre de la mano; la escarcha de los collados olorosos..., y el relato de mi nana.
Allá como por el 28 de Diciembre, mi nana empezaba a contarnos de un viejecito, muy viejecito, que se estaba muriendo. El 29, el viejecito estaba más viejecito aún; el 30, no pudiendo tenerse en pie, se metía en cama...
El 31, el interés del relato subía de punto para nosotros. A las oraciones rodeábamos ya a mi nana, muy abiertos los ojos, nidos de inefables curiosidades, muy atento el oído, en el rincón humoso de la cocina, y mientras la olla cantaba en la hornilla y el gato barcino y enorme «hilaba» cerca del fuego, preguntábamos hasta la saciedad a cada minuto:
—¿Y el viejecito, nana, y el viejecito?
—Muy viejecito y muy enfermo —respondía Donaciana misteriosamente—; se está muriendo en una cama llena de escarcha... Pronto vendrá el padre a confesarlo. Ya fueron por él.
—¿Y cómo es el viejecito, nana?
—¡Ah! es tan flaco que parece un manojito de huesos... Tiene los ojos muy azules, pero ya muy empañados.
—¿Como mi abuelita?
—Como tu abuelita... Las arrugas aran su rostro y recuerdan los surcos en las tierras de labor que ahora cubre la helada. Es muy bajito y tiene un báculo para apoyarse; ¡pero ya no se levantará de la cama!
—¿Y no tiene hijos el viejecito?
—Tiene uno, uno solo, que va a nacer hoy a las doce en punto de la noche; uno muy colorado y muy guapo, que va a nacer...
Aquello nos satisfacía plenamente, porque ya sabíamos, hasta de vicio, que el viejecito era el año que acababa, y su hijo, el año que iba a llegar.
A medida que se aproximaba la noche, el viejecito se ponía más malo; empezaba a agonizar...; le ayudaban a bien morir... Pero nunca asistimos ni a su muerte ni al nacimiento de su hijo, por una sencilla razón: nos acostaban temprano...
Durante muchos años, el monótono relatose repitió invariablemente cada diciembre... Yo iba creciendo, y a pesar de mis libros elementales, martajados en la escuela particular, donde dos buenas señoras nos hacían deletrear las primeras nociones de Geografía y Cosmografía, seguí viendo al año que se iba como un viejecito moribundo de ojos azules y cabellos de lino, y al año nuevo como un bebé rollizo y endiablado, hijo del anterior...
II
Después aprendí muchas cosas: aprendí que la tierra es el tercero de los planetas de nuestro sistema, una estrella tan luminosa como Venus; que gira alrededor del sol en un período casi idéntico al que constituye nuestro año civil; que su juventud es eterna con relación a nuestra existencia de relámpagos; que el hielo del invierno cobija bajo su manto la escondida germinación de la primavera próxima; que todo renace incesantemente; que un día nosotros seremos viejos y nos acostaremos para siempre en una negra cuna, alargada y triste, para ya no ver más ni el rubor de las mañanas, ni la mies de oro de los medios días, ni la austeridad melancólica de los crepúsculos. Pero que no por eso la fuerza reproductora cesará en el mundo; y volverán las primaveras año por año, y las gentes seguirán confiando sus esperanzas a los Eneros, para recoger la cosecha de tristezas de los Diciembres; y los niños reirán como siempre, aunque ya no podamos oírlos; y las parejas adolescentes se buscarán las bocas para besarse y los ojos para mirarse mucho, aunque ya no podamos verlas; y los perfumes, y el calor suave del día, y el enigma argentado de las noches, seguirán sucediéndose, aunque ya no podamos sentirlos...
Aprendí que el tiempo no es más que uno de tantos subjetivismos, como el espacio; que el latido del universo continuará in eternum; que el sol, enfriado, se convierte en planeta; el planeta viejo se disgrega y cae en la hornaza de otro sol, y que, de la nebulosa que se condensa al mundo que acaba, hay un eterno y divino sendero de fuerza y de resurrección y de amor; que la vida del hombre más larga de que haya memoria no dura lo que una estrella, la más rápida, tarda en desplazarse, aparentemente, un centímetro en el cielo...
Aprendí, en fin, que no es el tiempo el que pasa, sino nosotros los que pasamos...
III
Mas no he olvidado al viejecito de marras, al viejecito de ojos tan azules como los de mi novia, que besé tantas veces; de cabellos tan blancos como la piel sedosa de mi novia, cuyo calor invadía mi corazón cuando, mano entre mano, íbamos por los caminos, queriendo sorprender en la frente de los ocasos el último pensamiento de la tarde... No he olvidado al viejecito, más rugoso que las labores trabajadas para la siembra por el arado y en diciembre cubiertas de hielo...
No, no he olvidado al viejecito moribundo; y ahora que torna a meterse en cama, ahora que le ayudan a bien morir, ahora que puedo asistir a su último suspiro—¡porque ya no me acuestan temprano!—le pregunto con triste sonrisa: «Dime, viejecito: ¿qué me traerá tu hijo, el bebé rollizo que va a nacer? » Y el viejecito me responde: «¡Esperanzas!»
—«¿Y qué me dejará cuando agonice como tú, buen viejecito de los ojos azules?»
Y el viejecito me responde dulcemente:
«Esperanzas... también esperanzas...» |