Para Ezequiel A. Chávez
Hay enfermedades extremadamente raras y terribles.
Una de ellas es la del sueño, de que tanto se ha hablado últimamente, y que se propaga merced a la picadura de una mosca de África, llamada «tsé-tsé», la cual inocula rápidamente la trypanosomiasa.
A Francia fue llevado no ha mucho, para su estudio, un grupo de negros atacados por esta enfermedad. Todos murieron. Dominábalos letargo profundo, del cual no salían sino momentáneamente.
Uno de los atacados, en cuanto se despertaba, poníase a cantar cierta canción monótona y melancólica, casi sin palabras, como si quisiera arrullar su propio sueño, su sueño fatal, más allá del cual estaba la muerte.
Confieso que tal dolencia, no obstante su extrañeza y las impresiones que debe producir a quienes observan su desarrollo, a mí no me asusta. Dormir..., aunque sea para no despertar ya, es siempre lisonjero. La naturaleza, que acaso dio la vida como madrastra, dio después el sueño como madre.
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Más terrible aún que esta enfermedad es la que se llama «osificación de los músculos», originada por la abundancia de óxidos de calcio en el organismo.
Lentamente se inicia, lentamente avanza... hasta fosilizamos en vida, hasta convertirnos, como si dijéramos, en piedra. El cerebro y el corazón escapan largo tiempo. Ya los pies, las piernas, los brazos, los intestinos mismos, están más o menos osificados. Sólo el corazón y el cerebro siguen latiendo dentro de aquella estatua, que ve, que oye... ique se da cuenta!
La rara enfermedad no es dolorosa. En Alemania, un hombre fue atacado por ella, y muchos meses antes de morir, yació en el lecho de un hospital.
Lo peregrino de su caso hacía que acudiesen a verle innumerables personas. Él, siempre de excelente humor, conversaba con todas.
Era una especie de escultura del Comendador; pero no trágica, sino afable y hasta ingeniosa.
En cierta ocasión, a una princesa que le visitaba, díjole:
— Me estoy erigiendo yo mismo mi estatua, en vida.
Al iniciársele la osificación del corazón, murió; todo en él era ya rígido y estaba como petrificado, menos la boca. La estatua sonreía... sonrió hasta el último instante. No le dolía nada, es claro. ¡Cada miembro había adquirido la insensibilidad y la perdurabilidad del mármol!
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Esta enfermedad es, sin embargo, inocente si se la compara con otra que voy a describiros: los cabellos, en virtud de ciertos vicios de nutrición, de no sé qué asimilaciones espantosas, se van hinchando y encarnando, hasta que son como hebras de nervios y de carne, como apéndices tentaculares.
Vuestra cabeza se convierte entonces en una cabeza de medusa, y cada cabello, si lo cortáis, si tiráis de él siquiera, sangra y os duele horriblemente.
Los griegos, que, en suma, no fantasearon tanto como se cree, sino que hacían de sus mitos simples representaciones de seres, fuerzas y cosas existentes, a sabiendas de esta enfermedad imaginaron su Gorgona castigada por Minerva.
Las culebras que se retuercen airadas en la cabeza de Medusa, y que petrificaban de espanto al enemigo, no eran más que la exageración de un hecho.
Pero yo he sabido o he soñado de una enfermedad todavía más terrible que las descritas.
¡Imaginaos un hombre a quien le duele pensar, a quien cada pensamiento, cada cerebración, le produce una tortura física!
Mis menguados conocimientos me impedirían describiros técnicamente esta enfermedad; mi patología es harto rudimentaria. Pero, en fin, suponed que hay en el cerebro de este hombre una irritabilidad extraña, y que merced a ella, cada célula sufre al «elaborar» el pensamiento. Digo «elaborar», no porque sea yo materialista precisamente, sino porque no encuentro un verbo más adecuado. El cerebro, para mí, es un instrumento de aquello misterioso y casi divino que hay en nosotros; pero aquí, en el caso que analizamos, ese instrumento adolece de una hiperestesia tal, que cada pensamiento, al producirse, «pincha» como un alfilerazo.
Si el paciente fuese un mozo de cordel, un politicastro militante o un «distinguido sportsman», claro que la enfermedad no tendría gran importancia. Habiendo para él raras ocasiones de pensar, los dolores que sufriese no valdrían la pena de tomarse en cuenta.
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Pero aquí pasa lo contrario: el hombre al cual nos referimos piensa mucho, piensa con exceso, y en virtud de esta frecuencia y de esta intensidad del pensamiento, se ha desarrollado en él la dolencia.
Así como del mucho mirar se irrita la pupila hasta hacérsele insoportable la menor luz, así a este hombre del mucho pensar se le ha adolorido la sustancia gris.
Vive en un grito, en un incesante y angustioso grito...
Los médicos lo narcotizan a fin de que duerma sin cesar; pero en cuanto despierta, aunque sea por breves momentos, comienza a lamentarse.
Cada pensamiento le arranca un ¡ay!; brota cada idea «como brota la espina de la planta», según la expresión del poeta.
Antes de que la inaudita dolencia hubiese llegado al actual período agudo, nuestro hombre, nuestro mártir, deberíamos decir, experimentaba sólo, al pensar, una vaga y confusa molestia; pero en cierta ocasión bebió inmoderadamente café, y la actividad cerebral que tal bebida le produjo fue intolerable. Tuvo insomnios, y durante ellos su tormento indecible le arrancaba alaridos.
... Ahora duerme, aniquilado por los anestésicos; pero en cuanto se filtra por su cerebro un rayito de pensamiento, se escucha un gemido, un gemido lastimero que parte el alma...
¿Existe esta enfermedad? ¿La he soñado o la he presentido?
Fuerza es responder con un ¡quién sabe! |